Mario Poggi o el histrión de la muerte
Ha sido psicólogo, escultor y humorista, también vendedor, profesor y actor. Mario Poggi Estremadoyro pasó a la historia del crimen peruano un 9 de febrero de 1986, cuando mató a su paciente Ángel Díaz Balbín, sospechoso de ser el psicópata descuartizador que había aterrorizado Lima ese verano. De esto hace 25 años. Aquí su lúgubre historia.
A Mario Poggi se le puede ver caminando por el malecón chorrillano -o lo que queda de él- o auscultando los parques de Miraflores casi a diario. El rostro de Ángel Díaz Balbín lo lleva en la frente, como una imagen grabada con brutal violencia. Para él, ese sujeto que 25 años atrás acusaron de asesino en serie –habría dispersado troncos, cabezas y piernas por distintas partes de Lima- fue un ser diabólico que no podía seguir viviendo.
Poco más de dos meses antes del asesinato, el 5 de diciembre de 1985, había empezado la zozobra en la capital. Ese día se hallaron en San Borja los primeros restos humanos, que semanas después identificaron los agentes de la PIP (Policía de Investigaciones del Perú): eran de Mirtha García Flores, una prostituta de 26 años que había desaparecido de la avenida Arequipa, donde trabajaba, por las inmediaciones de Lince.
Luego sobrevendrían otras partes humanas descubiertas en acequias y basurales de Lima, hasta que el 27 de enero de 1986, un sospechoso dejó una bolsa extraña en una calle de Surco. Era un tronco femenino al que le faltaba la pierna y el brazo derechos.
Díaz Balbín, de aproximadamente 30 años de edad, fue detenido. Tenía nefastos antecedentes. No sólo era el principal sospechoso de un crimen no resuelto por la Policía, el de la italiana Nina Barzotti, sino también el frío asesino de su tía paterna, Genoveva Díaz, a quien apuñaló repetidas veces en el pecho, junto con dos de sus hijos.
Estuvo preso por ese delito nueve años en el penal de Lurigancho, pero a partir del 5 de diciembre de 1985, por su buena conducta, se le permitió salir algunos días en “libertad vigilada”. Esas fechas coincidieron con el hallazgo de las víctimas seccionadas. La Policía estaba casi segura de que él era el serial killer tan buscado.
En medio de una reforma policial que trataba de implantar “métodos científicos” en los interrogatorios policiales, el comandante Víctor Cueto Candela, jefe de la División de Homicidios, convencido por un subalterno -el alférez Araujo-, decidió buscar a Mario Poggi, a quien conocían ya que había sido catedrático en la Escuela de Oficiales de la PIP (1981-1982). El contacto fatal entre el psicólogo y el psicópata estaba en marcha.
Poggi es hoy un hombre de 67 años de edad, pero entonces era un psicólogo desempleado de 42 años. Estaba en nada. Recorría la capital sin rumbo fijo y, sin duda, ese caluroso enero la pasaba muy mal. Pero algo ya le había llamaba la atención: la conducta del “descuartizador de Lima”.
Los hechos
El sábado 1° de febrero de 1986, el alférez Araujo lo buscó y le ofreció el trabajo. “El sospechoso está detenido, doctor, sólo debe ir el lunes a las oficinas de la avenida Wilson y comenzar nomás”, le dijo, a secas.
La caída en desgracia de Poggi empezó a forjarse cuando, tras cuatro días de “tratamiento” con el criminal, visitó la revista Caretas y habló con el periodista Jorge Salazar. El motivo era una primicia. “Puedo certificar que él es el descuartizador… He realizado muchas pruebas psicológicas, científicas… Es un peligro”, le aseguró, mientras le entregaba, a cambio de un pago, los casetes con las charlas que había sostenido hasta ese momento con el supuesto criminal.
Poggi afirmaba que el “negro” era un tipo muy hábil, con un elevadísimo coeficiente intelectual y que nunca confesaría sus crímenes; que se trataba de un “duro” habituado a interrogatorios y torturas carcelarias, que así nomás no hablaba. Era el viernes 7 de febrero de 1986. Por la tarde, el reportero gráfico de Caretas, Víctor Ch. Vargas, logró entrar en el local de la PIP camuflado como fotógrafo particular del psicólogo. Sus tomas revelaron el grado de sumisión del detenido.
El hombre de la pipa negra trabajó frenéticamente ese fin de semana. Todo el sábado, con dibujos que el criminal debió interpretar; hasta el domingo, antes de la medianoche, en que el “terapeuta” perdió la razón. Y sólo sus manos cobraron fuerza ante el cuerpo lánguido del psicópata. La correa ajustó el cuello hasta el final.
Un diálogo tenso, duro, trágico, fue la previa al remate homicida. “¡Así, no te muevas, no te muevas! ¡No te muevas, asesino! ¡Asesino…Asesino! ¡Ya no matarás a nadie asesino… ¡Malditoooo!… ditooooo!”. Esas fueron las últimas palabras entre ambos protagonistas, grababas por el propio psicólogo y publicadas por el periodista Jorge Salazar en su libro Poggi: la verdad del caso (1987).
En esa época hubo muchas hipótesis, incluso algunos periodistas se aventuraron a decir que el psicólogo había recibido “ayuda” policial para su crimen.
Hoy, en su refugio chorrillano, que es como una casa de cartón, Poggi deambula al lado de una lancha descascarada que reposa en el amplio y oscuro pasadizo; y más allá, cohabita al lado de monstruosas piezas esculpidas en arcilla.
Solo estuvo cinco años preso, pues salió en 1991 beneficiado por la ley de despenalización vigente (dos años de pena por uno de trabajo). Sin embargo, debió registrarse mensualmente en las dependencias policiales hasta 1998, en que se cumplió la pena de doce años impuesta por la Corte Suprema.
Su traumática experiencia lo llevó a protagonizar una película, cuyo título inicial habría sido “Poggi: ángel o demonio”, pero finalmente quedó “Mi crimen al desnudo”, una cinta dirigida por Leonidas Zegarra, de bajísimo presupuesto, que se proyectó hacia el año 2001 en unas cuantas salas de provincias. Mal producido y peor dirigido, el tema del homicidio terminó grotescamente escenificado en un ambiente de music hall tan sórdido que ni el propio psicólogo quedó satisfecho.
(Carlos Batalla)
Fotos: Archivo Histórico El Comercio