Mariano Melgar: el bicentenario de un romántico patriota
Hace 200 años el Perú perdió a un poeta de verdad. Mariano Melgar (1790-1815) fue fusilado por las huestes realistas, pero lo que no murió con él fue su ejemplo de patriota y, principalmente, su legado poético. La poesía amorosa lo consagró en la tradición literaria peruana.
Muchos de los poemas de Mariano Melgar se salvaron del fuego en que quiso verlos consumir la soldadesca española. Pero otra parte de sus creaciones poéticas se mantuvieron a salvo en cuadernos y libretas y en la propia memoria de sus amigos más cercanos.
Ya sabemos (o muchos sabemos) que Melgar fue un niño precoz, políglota y latinista, y que luego sería un apasionado de las ideas revolucionarias de su tiempo. Quizás menos sepamos que se enamoró platónicamente a los 16 años de una niña de 9 años, María Santos Corrales, la que después se convertiría en la “Silvia” de sus sonetos y elegías.
Parte de la crítica especializada lo considera un prerromántico en América Latina, aunque su corta vida transcurrió paralelamente al romanticismo europeo, del que con seguridad estaba informado. Por eso, quizás, su talento se mantuvo dentro del margen de lo canónico, sin rebasar sus límites.
El yaraví fue su recreación, o mejor dicho, su adaptación de una forma indígena a la métrica tradicional. Melgar tenía la sensibilidad de “arequipeño volcánico”. El lamento y la melancolía del yaraví se conservaron en parte por tradición oral. Eso le dio a su obra un carácter casi místico.
Los octosílabos de los yaravíes son inolvidables y demuestran su apego a la tradición. “¡Ay, amor!, dulce veneno, / ay, tema de mi delirio, / solicitado martirio / y de todos males lleno (…)”.
Solo por su poesía, Mariano Melgar ya se reservó un lugar en la literatura peruana; pero también reservó un lugar en la historia nacional cuando, luego de dirigir la artillería patriota en la batalla de Umachiri (Puno), al lado de Mateo Pumacahua, el 11 de marzo de 1815, fue fusilado al día siguiente, 12 de marzo, en medio de una violencia bárbara.
Cuentan que su cadáver fue llevado a Ayaviri, y allí se quedó hasta 1833. Ese año, el prefecto de Arequipa, el general Juan José Salas, mandó que trajeran los restos del poeta héroe al terruño natal para estrenar el cementerio de Apacheta.
En el centenario del nacimiento, en 1891, Arequipa lo celebró con el levantamiento de monumento sobre su tumba. Este bicentenario el mejor recuerdo no debe ser de cemento y fierro, sino de lectores y lectoras que mantengan su inmortalidad asegurada.
(Carlos Batalla)
Fotos: Archivo El Comercio
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