El crepúsculo de los dioses
Tomo un viejo libro de la estantería y redescubro las páginas de una novela que me impactó antes de leer a Roth y su doliente “Patrimonio”. El declive y la muerte del padre anciano del novelista parece tener un reflejo en esta obra escrita por un extraño escritor.
Sin embargo, “El crespúsculo de Albert Miller” me recuerda más a “Gringo viejo” de Carlos Fuentes, donde el protagonista cruza la frontera, algo que muchos de los más jóvenes no nos aventuramos a ensayar como un ejercicio de vida nueva y azar.
Allí el padre anciano sabe que morirá y lo anuncia a la familia, la congoja del hijo lo conmueve y se ve forzado a confesarle la verdad: “No morirá, no padece de ninguna enfermedad, pero necesitaba el pretexto perfecto para escapar de aquella casa que lo aprisiona con su rutina y previsibilidad y que lo ahogará cuando….llegué a sus años finales de reposo”. Albert ha sido cesado por cumplir 30 años de servicio, ya no será más el ejecutivo de la Casa Rose. A los 65 solo ve la hierba y el silencio, el té de la media tarde y una vida sin correrías ni agendas. “Si solo hubiera sido maestro (para seguir en la brega del fluir), un filósofo concibiendo preguntas hasta el fin o quizás un físico buscando una respuesta a una interrogante del universo para no morir, o un loco, un Quijote, si solo eso…” musitaba el anciano, que solo supo de papel sellado.
Desde luego hay algo más, que nos aproxima esta vez a Somerset Maugham y “Al filo de la navaja”: la necesidad de huir lejos en busca de una respuesta. Albert no se irá al Tibet. En un inicio tentará la seducción como un mecanismo de evasión y renacimiento, pero será en vano. No logrará capturar la atención de ninguna fémina. Carece de atractivos y talentos.
Agotado y al borde del vacío, tienta un imposible, la cumbre insólita que ni en sueños tocó: la santidad. El éxtasis y la vida mística era su último recurso y para alcanzarlos debía cerrar sus viejas puertas y tocar las de un convento. Es admitido como servidor de quinta, barre las losetas y conserva las flores, pero reza y se concentra en todas las virtudes, lee los evangelios, se introduce en una vorágine que lo conduce hacia la elevación, pero… Albert asume que sin milagros no existe la santidad.
El declive ya no cruza su mente, ya no teme ni a la muerte ni a la vejez. Su hijo y su mujer tratan de rescatarlo de aquella extraña e inusitada vida a intramuros del mundo, pero él no cede. No será un jubilado más en las colas de la oficina previsional ni se arqueará ni padecerá los trajines de una vejez patética y letal. Será un santo, pero los milagros no llegan y si no llegan la vida heroica como redención será una ilusión, una salvaguarda frente a la muerte.
Abatido, abandona el ideal de santidad. Es poco probable que un sujeto humano en demasía abandone las tentadoras imágenes que se suceden en su mente. Es egoísta y vanidoso, glotón y lujurioso. Albert es derrotado.
Su única salvación es la soledad y Albert….
Bueno, nunca se narra los tramos finales de una historia. Pero si sirve para descubrir los resortes emocionales del personaje, Albert Miller viaja con las alas de la memoria, con frecuencia asoman los espejos y los retratos, las imágenes de su padre decadente y agónico, corcovado y taciturno. Él huye de su fantasma, pero entiende que tanto patetismo hay en la muerte prematura como en la vejez que nos curva como un gancho.
Al final de todo, Albert encuentra la respuesta en la circunstancia más inesperada. Son aquellos intrincados y felices vericuetos de la suerte, que solemos dejar pasar.