El silencio de los inocentes y el comentario de los culpables
Me declaro culpable. Lo soy. Tan culpable como el niño que, agazapado, se comió todos los dulces y regresó a la fiesta con la boca llena de melcocha. Culpable como el futbolista que niega frente al árbitro haber jalado al oponente mientras sostiene un retazo de la camiseta contraria en la mano. Culpable. Sí. Y no me enorgullecen las veces en que de la manera más torpe, fronteriza, boba e involuntaria –siempre involuntaria, advierto– le arruiné el final de una historia (serie, película, libro, canción y demás) a alguien.
Es como si todo confabulara para embarrarla. Para quedar como el desalmado, insensible y hediondo ser que le va quitando la alegría a los demás. Como si algo me convirtiera de repente en un terrorista del disfrute y el gozo de los otros ante sus series favoritas. Claro, no han sido muchas. No me pasa a menudo y siempre trato de estar alerta ante esas ocasiones. Esos momentos en que se le puede hacer daño a alguien sin siquiera advertirlo.
Hace poco le arruiné el final de Lost a una chica. No era mi amiga y ahora creo que nunca lo será. Me sentí tan avergonzado al saber de la frustración que desaté que ningún cataclismo bíblico habría servido para sortear la situación. La tierra nunca se lo traga a uno por más que lo desee. Me disculpé tratando de expresar mi bochorno y arrepentimiento pero el error ya estaba cometido. No hay “Control Z”, no hay “Deshacer”. Cuando uno dispara un misil por equivocación, siempre se destruirá algo, lo queramos o no.
Entonces, esta es mi confesión. Pero también mi reclamo. Porque así como he golpeado, así me han herido. De la misma manera en que he arruinado, me han arruinado. Tal vez es un equilibrio cósmico el que me condena a condenar y a que me condenen por igual. La única simetría injusta y perversa de la que puedo dar cuenta.
Recuerdo cuando mi propia madre me contó con total naturalidad, como quien da la hora o comenta el clima, que una de las que creía buena (durante la primera temporada de 24) era, en realidad, la traidora. O cuando mi mejor amigo no tuvo compasión al revelarme el final de una película. O cuando mi hermana me contó sobre el desenlace de un capitulo que recién me sentaba a ver.
Así que pido disculpas y disculpo a todas las personas perjudicadas y perjudicantes. A los que, como a mí, nos asalta la idiotez y nos toma por sorpresa –y a la mala– para convertirnos en robotizados verdugos del entretenimiento ajeno. Y también a los que padecemos por la irresponsabilidad de una boca floja y una lengua acelerada y carente de frenos.
Foto portada: feastoffun.com