OTRAS CINCO HISTORIAS
Después de algunos días volvemos con más historias de Un cuento Dominical. Gracias a todos los lectores y lectoras que nos envían sus relatos. Esta vez van los cuentos El devenir del tiempo, Sin título, Papá y yo, Habitación 126 y Vallesia. EL DEVENIR DEL TIEMPO
La Tierra gira, las estaciones pasan, los días transcurren y las horas nos acompañan advirtiéndonos el nacimiento y el desvanecimiento del día; y, de la misma manera, de la noche; así vivimos, aquí nos desenvolvemos; mayormente todo ocurre del mismo modo: este es nuestro medio. Un día nublado, creo que típico del invierno limeño; es de mañana, ¡no!, ¡disculpen!, ¡qué estoy hablando!, es tarde ya, se aproximan las trece horas. Estoy cansado -respiro con dificultad-, parado en una esquina, ensimismado, al tanto de todos los flancos posibles; para mi pesar, no obstante, el ruido de los buses, de los cobradores, de los peatones, de los comerciantes, de los policías… me aturden y perturban mi búsqueda. ¡Tacna y Emancipación, sí que no cambian! El bullicio y el movimiento las caracterizan. Sigo cansado, mirando de un lado a otro concentrado en mis asuntos, pero, a la vez, también pienso que debido a como me encuentro ahorita, alguien, por lo menos uno, debe pensar que estoy loco o algo por el estilo; ¡je!, ¡qué importa!, desde aquí yo los veo en la misma condición; esto es normal. Vengo caminando desde muy lejos, he recorrido muchas cuadras, cruzado varias pistas y visto diversos paisajes, pero aún no lo encuentro. Recalco: estoy cansado y un poco frustrado, amargo y no sé por qué, ¡¿por qué sigo avanzando?!; es la obstinación por hallarlo. Trato de no parecer nuevo, tampoco ingenuo y mucho menos perdido por estos lares, pero creo que mi búsqueda me da esa apariencia; no quiero que aquellos amigos de lo ajeno y de otros males -¡vaya expresión para sus oficios!- me confundan; menos mal que estoy vestido sencillamente; ¡je, je!, no creo que sea tentación para los choros. Es por demás, en esta calle tan angosta tampoco está, pero… ¡podría ser ella!, ¡o él!, a ver, ¡¿por qué no aquél?!… ¡Uf!, me doy por vencido, cruzaré la pista y me sentaré en una de esas bancas.
Esta está vacía.
Por fin sentado, ¡ah!, ¡qué alivio!… ¿Qué?… ¿qué pasa?, ¿qué está haciendo?… ¡oiga!… no ve que… ¡¿qué?!, ¡no, no!; no, sí está libre, pero… no, estoy tranquilo, es que… ¡no!, que estoy calmado… ¡bien!, ¡bien!, puede sentarse… Es que pensé que… no, nada.
…Sí, tiene razón… ¡ajá!… mmm… Disculpe, pero ya me tengo que ir…Igualmente, chau.
Más vale que me apresure, tengo que tomar el bus, la tarde se está desvaneciendo, otra vez llega la noche, las horas no perdonan… ¡Allí está!, ¡suben!, ¡suben!.
¡Increíble! Nunca me había pasado algo similar. ¡Qué curioso! Había ido solo a descansar y terminé hablando largamente con una extraña; eso suele pasar: uno pasea, se topa con alguien, conversa, sigue paseando y luego regresa a casa. Así lo hice yo, y ya no seguí andando porque por un momento me sentí satisfecho y pensé que por fin, en mí día a día, había encontrado ese algo especial.
Pero, ahora, estoy aquí… despierto en plena madrugada y me doy cuenta de que el tiempo siempre es el mismo… Sentado, escribiendo, no puedo evitar pensar, entonces, en el objeto de mi búsqueda; nunca lo hallé… ¿o sí?, ¿lo tuve ciertamente al frente?, ¿quizá siempre está al frente?, ¡puf!, ¿¡que será!?… Por ahora, es el turno del desvanecimiento de la oscuridad y del nacimiento de la claridad; de la noche y del día. Así sucederá siempre, mañana todo será igual, las horas no perdonan, los días no se retrasan, las estaciones no se mantienen y la Tierra… no se detiene.
Este es el devenir del tiempo, ¿¡qué de peculiar y sensacional puede haber, entonces, en todo esto!?.
Jesús Miguel Astocaza Miranda
DNI 45845295
SIN TÍTULO
-Silencio –dijo Jones apretando con impaciencia la mano de Miles-. Haga silencio o de lo contrario le pediré que se retire.
-¿En verdad cree que pueda verlos de nuevo? –insistió Miles con la voz nerviosa.
-Eso déjelo en mis manos –refunfuñó Jones mientras le volvía a apretar la mano y le lanzaba una mirada iracunda que centelleaba incluso en aquella oscuridad palpable-. Ni una palabra más hasta que yo le indique lo contrario.
La habitación quedó sepultada por un silencio inquietante. Sólo el parpadeo de la única luz en la habitación parecía traer extraños rumores, cosa que ponía más nerviosos a los primerizos en aquella sesión espiritista.
-Empezaremos con usted, Miles –dijo Jones repentinamente-, luego veremos si es posible continuar con los demás aquí presentes. Les advierto que no siempre tengo absoluto control sobre la situación. Yo sólo puedo pedir permiso para hacer contacto, es lo único que está en mis manos. Ahora les pido por favor que no hagan ningún sonido y traten de mantener la calma si es que algo empieza a suceder.
El médium miró fijamente a Miles tras sus indicaciones y luego cerró los ojos. Los allí presentes se miraban entre ellos con las manos tensas y los ojos temblorosos. También había una mujer llamada Patricia. Tenía el rostro largo, lívido y con una cicatriz que le cruzaba el labio inferior. Buscaba tener contacto con su hijo de doce años. Al costado de ella estaba Goodrow, un muchacho apenas adolescente que ansiaba desesperadamente contactarse con su última enamorada, una bailarina de un club nocturno que había caído junto con él por un precipicio. La suerte había sido distinta para ambos. Junto a Goodgrow estaba Miles, un hombre de treinta y seis años que recurría al espiritismo para saber de su esposa Nora y su hijo Luke, un pequeño que todavía no tenía la edad suficiente para salir a la calle sin pedir permiso.
Habían pasado sólo algunos segundos cuando la llama de la vela comenzó a dar vueltas como la aguja de una brújula. La inquietud se sentía a través de la presión de las manos. Transcurrieron otros segundos hasta que el mantel blanco de la mesa se sumergió en una danza ondulante y sin ritmo. Miles notó que Jones había abierto los ojos como si estuviera cayendo al vacío. La frente del médium se había arrugado exageradamente y su mandíbula se había tensado tanto que hasta se podía admirar la trama de sus músculos de la masticación.
-¡Miles! –gritó Jones como poseído mientras clavaba su mirada en los ojos de Miles- ¡No pierda la concentración Miles! ¡Necesito ver a sus personas a través de usted!
Era difícil escuchar las palabras de Jones una vez que la mesa comenzó a bailar sobre el suelo. Los codos de todos ellos se golpeaban una y otra vez contra la pesada mesa circular pero eso sólo hacía que se cogieran de las manos con más fuerza.
-¡Miles! -exclamó Jones mientras la vela se apagaba y la habitación se iluminaba como en un día soleado-. ¡Allí! –Señaló con la mirada a una mujer y un niño que entraban a la habitación por una puerta.
-¡Nora! –gritó Miles liberando sus manos y rompiendo el círculo-. ¡Luke!
-¡No lo haga! –bramó Jones con un grito cuando la habitación volvía a la oscuridad.
-¿Qué pasa? –masculló Miles agitando sus manos.
-Volvemos –sentenció Jones.
En la vieja casa, Nora y Luke caminaban por la habitación y se sentaban en una mesa circular que alguna vez había acogido a tres personas.
-¿Mamá? –preguntó Luke captando su atención-. ¿Crees que papá nos ve desde algún lado?
Renato Alonso Mendoza Quiroz
DNI: 45093726
PAPÁ Y YO
Papá no estuvo el día en que nací, como no estuvo casi siempre, recuerdo que cada fecha de mi cumpleaños, él siempre me mandaba el mejor regalo que me podía dar, me llamaba y me decía: Happy birthday Israel, una vez se olvidó cuantos años cumplía, pero no importo la llamada fue suficiente. Recuerdo también, que cuando venía a Lima, teníamos buenos desayunos con salame importado, habría las maletas y todos queríamos ir encima de ellas, el sólo sonreía, recuerdo también que en estos desayunos a él le encantaba hablar de política, economía, pero casi nunca nos preguntaba como estábamos, si quizás habíamos encontrado eso llamado amor, o si éramos felices. Yo solía ser bastante obeso y tenía un complejo con mis dientes, por lo cual cuando sonreía no los mostraba y él se dio cuenta de eso, a lo que me dijo: Israel tienes una sonrisa linda, no la ocultes y muestra esos grandes dientes que Dios te dio, desde ese día no los dejo de mostrar. En una de sus visitas esporádicas, yo me canse de escucharlo y tan solo lo trataba de ignorar, siempre me preguntaba porque no podía tener un papá genial, y mi única respuesta lógica era que ya tenía una mamá genial. Sí, el no estuvo cuando sentí que el mundo se me venía encima y necesitaba un abrazo, tampoco me enseño a jugar fútbol, y menos me freno cuando estaba acelerando demasiado. Mamá siempre nos inculco a respetarlo y a quererlo y sobre todo a entenderlo, justificando su personalidad argumentando que su infancia no había sido nada fácil. Yo me preguntaba si lo quería, si inclusive tendría que respetarlo, pero tan solo trataba de no pensar en ello, hasta que llego el día que me entere que papá tenía cáncer, me quede paralizado, sentí como si hubieran atravesado una flecha a mi corazón, no podía hablar ni moverme, me fui a la esquina de mi cuarto, me arrodille y comencé a llorar como un niño, las lágrimas no paraban de caer y me angustia incrementaba con cada una de ellas, no había nadie en casa, ni siquiera podía pensar en quien llamar y decirle: Hola mi papá tiene cáncer, simplemente no sabía qué hacer, inclusive que pensar, estaba yo ahí llorando por alguien que creía que no me importaba, alguien que nunca estuvo, pero cuando me miraba al espejo veía su rostro, alguien que casi nunca sonreía, o que si lo hacía, era por teléfono y yo solo tenía que imaginarme su sonrisa. El tiempo se volvía interminable, pude conversar con alguien, me dio algo de fe y luego me di cuenta cuanto lo quería. Recuerdo también que tenía cuatro años y él me llevaba en sus hombros, de mi casa al mercado y yo era el niño más feliz del mundo, recuerdo también que a los dieciocho años ose a decirle: papá te quiero, y el tan solo respondió diciendo gracias, me sentí tonto y no podía creer que estaba hablando con mi padre, no sabía si reír o llorar, pero elegí lo segundo, eso sí, sin que nadie me viese como siempre lo hacía, llegaron los veintidós y en una de esas llamadas no recurrentes, hablábamos de la vida, y él me alentaba a seguir estudiando como siempre lo ha hecho, y me dijo: hijo te quiero, yo me quedé atónito, y le dije: yo también papá. Y se convirtió en uno de los días más felices de mi vida, el tiempo nunca ha sido bueno con nosotros, pero él cáncer se tomó unas buenas vacaciones y ahora existe un nosotros.
Israel Astete Bonifaz
DNI 46037489
HABITACIÓN 126
Sebastián agoniza en cada habitación que ocupa. Los carteles de sus grupos de rock favoritos los colgaron hoy en el respaldo de su cama; advirtió como el tiempo amarilla y destiñe el diseño de las grandes letras TIPO CHILLER. Agoniza en esa amplia habitación, donde algunas veces se entretiene leyendo noticias inútiles en la internet: “Cuidado con las carteristas eslovenas en el metro de Madrid”, “Si sale a la estación de Izumi no olvide llevar paraguas”, “Se prevé tiempo lluvioso para la Península de Yucatán”. Otras veces se sienta a escribir sobre aquella mesita de mohena alcanforada aquel sueño recurrente: “Tan solo en la madrugada leía un libro de aviadores, y que imprudencia la mía de no usar las gafas; pues uno de mis ojos se entrecerraba con las ráfagas de aire al pilotear un biplano Stampe SV-4. Es una lástima que no me quede más que unas veinte páginas; es seguro, al menos, que me darán unas seis horas de vuelo”. Se detiene, acaba de mentir, no es cierto que se haya soñado volando. Se ha soñado sí, pero caminando por un sendero oscuro y sin arte; como si hubiera sido pintado por la misma mano ociosa que retrata sus pesadillas. “Mis pesadillas son máquinas voraces, que engullen uno a uno mis recuerdos más sublimes, metamorfoseándolos a través de un parásito que se aloja en mi cerebro, que se nutre y no aporta nada, pero complica”. Termina de escribir y su mano ociosa suelta el lápiz.
Juan Sebastián Bergantes, según su cédula de estudiante, acaba abotonándose los dos últimos botones rojos de una camisa especial —la usa cada vez que visita el Palmeras—. “El Palmeras espera por mí, Michelle no puede esperar”, se regaña así mismo frente al espejo del baño, mientras intenta con ambas manos hacerse el nudo Necktie Eldredge Knot con su corbata de rayas metálicas. Se impacienta, ve una y dos veces más el reloj silencioso de su muñeca. Es inútil, ya perdí tiempo; cambia de corbata y le hace un nudo americano simple.
Sale de casa sin despedirse, como es su costumbre y, regresará en la noche sin avisar y sin ruido en sus zapatos. No es muy alto ni muy flaco; le da miedo casi todo y cree que pierde dinero con ello. En sus oídos hoy le susurrará Madeleine Peyroux; mi canción favorita es The Summer Wind.
A mediados de febrero, el verano lo es también; sin embargo, el cielo de Lima mantenía nubarrones que recordaban los cuadros de Botero; si, esas formas robustas imitaban muy bien los muslos y nalgas de mujeres obesas y gigantes: enormes si quieres.
En la puerta del Palmeras lo esperaba una larga columna de conciudadanos ansiosos: pasantes que ahorraron por meses, dos amigos a los que saluda sin ánimo, un profesor de derecho cibernético, un ex jefe traidor, un hombre parecido a su padre, su padre, un cómico, y dos políticos de seudo-izquierda. Los demás solo lo ignoran y él a ellos.
La entrada la custodian dos celadores de apariencia intimidante como mirmidones; el más grande le pidió el recibo: “¡Entra rápido!”, le gruñe. Recorrió todo el primer piso sin obedecer las voces; en el segundo, lo mismo: ella no estaba. En la barra pidió un chopp de cerveza verde, se la sirven fría y le ponen debajo un posavasos con el rostro de Michelle.
— ¿Qué haces allí? — le preguntó Michelle—. Ven; no quieres…
Juan Sebastián Bergantes se enamoró de ella, regresa cada mes. La besa con blanco deseo en la frente blanca, y agoniza con ella en su pequeña habitación de la puerta 126.
Julio César Delgado Mestanza
DNI 44628197
VALLESIA
Un día, de esos que vienen trotando en la luz de las horas vespertinas, nos pusimos a recordar lo que hicimos, como si fuéramos dos niños, echábamos a correr la imaginación, volvían a nuestra memoria las tantas cosas que nos dijimos; desde entonces, comprendí, y estremecido como una malva agitada por el agua en la orilla del cristalino remanso, que recordar un amor, era saborear el pasado y sumergirse en la nostalgia, y en cada sorbo de pasión, podía saborear el agridulce sentimiento impregnado en mi memoria. Nos habíamos conocido en el barrio de nuestro pueblo, donde sentíamos el aroma tradicional de los paseos amicales en la plaza principal y escuchábamos los pregones matinales de los vendedores de los exquisitos panes. Vallesia, era apenas una chiquilla que tenía la ilusión llena de sueños. Verla con su trencita coqueteándole a las estrellas, era para seguirla con la mirada y atrapar a la distancia, la hermosa silueta que armoniosamente caminaba con un especial ritmo, como si supiera que muchos traviesos ojos la perseguían. Era casi una niña; pero su desarrollo precoz, había madurado rápido su cuerpo y su cara angelical exaltaba una singular belleza, fresca y vivaz, como si en ella se hubiera esmerado la naturaleza para hacerla hermosa y dulce.
Era la hora vespertina, la hora del ocaso que bañaba de luz anaranjada el horizonte, hora de retorno de las aves a sus dormideros y de suaves brisas que agitan los follajes de los árboles de la plaza. Estábamos sentados en una banca, nos extasiaba mirar las golondrinas lazándose enel espacio, agitando sus alas y dando piruetas sucesivas cruzaban, se lanzaban en picada y cual parapentes se echaban en la brisa dejándose llevar por la corriente de aire. ¡Qué hermosas las golondrinas! Dijo Vallesia. Sí, gozan, están hechas para dominar los espacios. Vuelan con armonía, son los avioncitos de la tarde que en vuelos fantásticos alegran la despedida del ocaso, le respondí.Callamos, cuantos pensamientos cruzaron nuestras mentes y en el profundo silencio tal vez, confesábamos lo que sentíamos. De pronto le cogí la mano y ella no sé si inconscientemente también tomó la mía. Y nuestros ojos, mirándonos, confesándonos el sentimiento oculto que pugnaba por expresarse en besos. De sus pupilas inmensamente tiernas se irradiaba esa ternura que sólo las muchachas buenas tienen en abundancia. Como si no tiviéramos palabras, solo dulces sonrisas y una confesión sincera en el silencio de la tarde. Desde entonces fuimos el uno para el otro para cultivar ese amor que se siente en los años mozos, ingenuo y trascendente.
Cuando fuimos a la huerta. Los árboles rebosaban de frutas, los mangos amarillaban y colgaban con sus frutos suculentos y exquisitos, las ciruelas coloreaban como en una explosión de delicias. Vallesía danzando de alegría, me cogió de la mano y me invitó a tumbar ciruelas. Están muy dulces, vamos. Yo subo al árbol, agito las ramas y tú las recoges. Dijo emocionada. Así fue, ella trepó con extrema agilidad. Las ciruelas caían a montones y contento, como un niño embriagado de ternura, las recogía. Pero de pronto escuché su dulce voz que llamaba: Rodrigo, toma, rápido, esta grande y roja es para ti. Cómela. Cuando levanté la mirada para atrapar la ciruela, me quedé atónito, mis ojos descubrieron lo más bello que jamás había visto. Sus muslos blancos y rollizos y una trucita roja como las ciruelas. Desde ese instante, ¡Dios mío! Ni una sola roja ciruela pude atrapar. Ella al darse cuenta de mi profunda atención, me preguntó: ¿Por qué me miras tanto? Entonces me di cuenta que el amor había quemado mi ingenuidad.
Ruly Falla Failoc
DNI 17576269