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1 / 2 Buenos Aires, Julio de 1977. Foto de Betty y Lucho Hernández durante sus años maravillosos.

2 / 2 A Betty Adler no le gusta posar para las fotos. Solo accede a que le tomen una "y así, porque me veo más femenina". (Foto: Nancy Chappell)


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Buenos Aires, Julio de 1977. Foto de Betty y Lucho Hernández durante sus años maravillosos.
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A Betty Adler no le gusta posar para las fotos. Solo accede a que le tomen una "y así, porque me veo más femenina". (Foto: Nancy Chappell)


"Buen día, esta es una exposición sobre Luis Hernández, médico y poeta peruano. Uno de sus poemas dice: Dentro de mi corazón hay otro corazón que sueña, creo que ese es mi verdadero corazón. Pasen a conocerlo”. Betty Adler mira en silencio a la mujer que le da la bienvenida a La Casa de la Literatura y pone cara de travesura. Sus ojazos verdes vuelven a mí y sus labios hacen una extraña mueca que contiene con esfuerzo. “No le cuentes quién soy –parece decir–; juguemos a ver si lo descubre”. A Betty le encanta jugar. Como lo hacía con Lucho 40 años atrás, mientras tomaban una taza de café y rebautizaban el mundo con nombres genialmente absurdos, que es lo mismo que decir genialmente irracionales, porque Te amo/ √-1/ Eres un amor irracional.
Era octubre de 1976 cuando Betty y Lucho se conocieron. Cinco años atrás, Luisito Hernández, CMP 8977, ex campeón de peso welter interbarrios, había decidido no volver a publicar formalmente y a cambio se había comprado cuadernos de espiral y una inmensa caja de plumones Faber-Castell para escribir fórmulas mágicas que mezclaran idiomas y culturas, artes y ciencias, y le permitieran alejar el sufrimiento. El propio y el ajeno.
Que Betty y Lucho se encontrarían estaba escrito con fuego y plumones de veinte colores. Max Hernández, psicólogo de ella y hermano de él, tenía en su consultorio una copia de la tesis que Nicolás Yerovi preparaba sobre la obra completa del poeta (Vox horrísona, 1978) y una tarde, después de una de sus sesiones semanales, Betty –fascinada– la ojeó.
“A que no te atreves a llevarle este libro”, la retó Max. Al día siguiente ella se apareció con sus rulos rubios y el libro que le había entregado el mayor de los Hernández en la clínica San Borja, donde Lucho concluía una de las tantas curas de sueño a las que se sometió en su intento por acabar con esos demonios que le hacían “un nudo en el pulmón”. Cáncer, aseguraba él.
Pero ese no sería su último internamiento. De hecho, la primera vez que Betty y Lucho hicieron el amor, él se hallaba internado en la clínica Stella Maris y ella era acusada por las monjas del centro hospitalario de ser “la gringa hippie” que llevaba yerba al enfermo.
Durante algunos meses, quizá cinco, quizá seis, las curas de sueño fueron reemplazadas por visitas a La Herradura, paseos en el ‘vocho’ blanco de Betty y el infinito ‘play’ al casete que habían grabado para escuchar juntos: un poco de Roberto Carlos, el Ave María interpretado por Rafael, todas las canciones de Cat Stevens. Tenían algo muy parecido a la felicidad, palabra que puede significarlo todo, pero también nada.
Es la segunda vez que intentamos llegar a la exposición. La primera, una semana atrás, Betty Adler abortó la misión cuando el carro en el que íbamos se hallaba a un par de cuadras de la Plaza de Armas.
Pero hoy martes, pese al frío y la garúa que amenaza con cubrir más que las calles, no hubo vacilación alguna.
Ya en La Casa de la Literatura, Betty apresura el paso para llegar hasta la gigantografía de Lucho Hernández que han colocado al fondo de la antigua ex estación de Desamparados. Desde lo alto, Lucho sonríe con su impecable polito blanco, ese que resaltaba sus bíceps y pectorales marcados al mango. Sonríen también sus largas patillas y sus cejas guesas y oscuras. Betty mira la foto en silencio; recuerda haber sido ella quien la tomó y alza los brazos como quien espera recibir un abrazo. “Ay, Lucho, por qué fuiste tanto”, susurra.
—¿Qué es Lucho para ti ahora, Betty?
Muchas veces, cuando tengo cosas que me pueden hacer un poco de daño, cuando la vida se me torna difícil, pienso que ya podría irme de este mundo, porque estuve con Lucho. Ese milagro, esa bendición, la he tenido. Entonces pienso: “Betty, valió la pena y te puedes ir en cualquier momento”.
Lea la nota completa este sábado en Somos, de El Comercio



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