Editorial El Comercio

Cinco años después de que se le impusiesen 18 meses de prisión preventiva por su papel en el y por la presunta recepción de más de , el expresidente está a punto de regresar a nuestro país, luego de que el Departamento de Estado de Estados Unidos aprobase esta semana su extradición al Perú. Esto, tras haber elegido el país norteamericano como su guarida, una apuesta arriesgada en la que terminó perdiendo, toda vez que, tras años de lidiar con la justicia estadounidense –con un arresto por en la vía pública de por medio–, pronto estará de vuelta en el territorio nacional para enfrentar los cargos que siempre quiso evitar.

Sin embargo, como era de esperar, Toledo aún cree tener unas cuantas flechas en su aljaba para dilatar su destino. O, en palabras más precisas, para suspender la ejecución de su extradición hasta que se resuelva un recurso de hábeas corpus que su defensa presentó en noviembre pasado. Pero basta con tomar en cuenta uno de los argumentos empleados para notar que lo suyo no son nada más que manotazos de ahogado.

El líder histórico de la chakana, en efecto, intenta la vacancia de y las protestas detonadas tras su para sugerir que las circunstancias no serían las idóneas para que vuelva al país. “Las condiciones en el Perú se han vuelto considerablemente más peligrosas –ha alegado su defensa–, la destitución del presidente Pedro Castillo ha resultado en una declaración prolongada del estado de emergencia; la suspensión de derechos constitucionales cruciales; y protestas violentas, acompañadas de respuestas aún más violentas de la policía”.

En primer lugar, las protestas violentas y las “respuestas aún más violentas de la policía” no son nada de lo que debería preocuparle a alguien que estará hospedado en un penal. No habrá pedrada ni cachiporrazo que lo alcance en Barbadillo. De la misma manera, el proceso que se le sigue a Toledo ha avanzado a lo largo de los años y precede el estado de emergencia al que alude en el documento. En todo caso, insistimos, poco debería importarle, pues, por ejemplo, asuntos como la suspensión de la inviolabilidad de domicilio (consecuencia de un estado de emergencia) no le conciernen a quien de ninguna manera irá a parar a uno.

Ironías aparte, es evidente que lo que busca Toledo con este recurso es tratar de confundir a las autoridades estadounidenses. Pareciera, también, que pretendiera insinuar que él tiene algo de perseguido político (un libreto que ciertamente ha utilizado en el pasado reciente), quizá pensando que si su próximo vecino carcelario, Pedro Castillo, ha logrado convencer a algunos mandatarios latinoamericanos, como el mexicano Andrés Manuel López Obrador o el colombiano Gustavo Petro, de tamaña mentira, él puede hacer lo mismo con la justicia estadounidense, que es menos proclive a la anteojera ideológica y a la sinvergüencería que las autoridades anteriormente mencionadas.

En todo caso, la verdad es que desde hace mucho tiempo el Perú está esperando que el expresidente por fin rinda cuentas en nuestro país. Los indicios que pesan contra él son tan elocuentes como su comportamiento huidizo de la justicia de la patria a la que lideró hace dos décadas.

En esta saga, empero, tampoco podemos olvidar el rol de la ex primera dama , a quien la justicia peruana también requiere de regreso. Ella, como se sabe, habría sido un eslabón clave en la trama de corrupción y lavado de activos en el (que se conecta, naturalmente, con el de Odebrecht).

Así las cosas, Toledo ya no tiene coartadas para evitar el destino que intentó eludir en los últimos años: el de venir a responder por presuntamente haberse enriquecido aprovechándose del cargo y de la esperanza que depositaron en él millones de peruanos que lo vieron como un azote de la corrupción.

Editorial de El Comercio

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