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Estaba en la oficina cuando una de mis compañeras de chamba, ahora nueva y buena amiga, me contaba chismes sobre las mujeres casadas de nuestro entorno que engañan a sus maridos y luego flamean la bandera (pero tamaño pabellón nacional) de la fidelidad marital. La menor del grupo me dijo “¡Como nosotras!”, con un dulce e ingenuo entusiasmo, creo que refiriéndose a que hace tiempo estamos solas y conociendo gente nueva. Yo la corregí desde mi escritorio en el acto: “No, nosotras somos monógamas sucesivas”. A veces uno se inventa cosas para sentirse mejor, me dijo alguien hace poco. Claro, quién se puede atrever a alardear de alguna infidelidad o admitir que le es fácil pasar de una persona a otra.Entonces, llegó el momento de admitir que dentro de mi monogamia sucesiva (con sus respectivos lapsos de tiempo), una vez en mi vida fui infiel. Las pocas veces que lo he contado nunca utilicé la palabra infidelidad. Yo no lo consideraba así antes: no fue porque conocí a alguien que me gustó, ni por la tentación de hacer algo prohibido, ni una noche de copas, ni nada de eso. Fueron celos, así de claro, y esa horrible sensación de haber sido reemplazada por otra en la vida de alguien, por más que hubiera sido yo la que se fue.
Estaba en Bauhaus con el novio por el que había dejado al anterior. Yo me mentí a mí misma con el cuento de que habían pasado tres meses entre uno y otro. La verdad había terminado después de varias noches de besos y declaraciones de amor. Ni siquiera al acabar mi relación con mi ex me atreví a decirle que lo dejaba por falta de amor desde hace unos meses (cosa que no me había obligado a tomar ninguna decisión por simple, sincera y conchuda comodidad, o un miedo todavía inconsciente y desconocido para mí de estar sola) y porque quería estar libre para salir con otro (que después de unas semanas ya me gustaba bastante como para “estar con él”).
Esa noche, todo parecía estar bien. Ya estaba enamorada de mi nuevo novio y nos estábamos divirtiendo cuando aparecieron de entre el gas y la luz negra del lugar dos fantasmas: su ex (una chica con la que había estado antes de mí por tres largos años, y que lo había dejado por otro) y mi ex. La única diferencia era que este último no estaba solo, venía de la mano de una chica. Cuando la miré bien, era la ex de su mejor amigo, el que de manera curiosa había dejado de hablarme desde que ya no estábamos juntos.
En un segundo, pasé de sentirme algo incómoda a terriblemente furiosa. En ese momento no me puse a pensar el porqué, pero algo me quemaba cada vez más por dentro. Me encontré apoyada en una columna y miré a los dos lados. En la pista de baile mi ex comenzó a besar a esa chica y uno de los sofás en forma de semicírculo mi nuevo novio y su ex estaban coqueteando, o al menos eso fue lo que mis celosos ojos vieron. Este se dio cuenta de mi mirada de demonio y se acercó a mí. Cuando me estiró la mano para ir a bailar, le apagué mi cigarro en el medio de la palma, dejé mi cerveza tirada y salí del lugar.
En mi camino a tomar un taxi, saqué las llaves de mi casa del bolsillo y le rayé el carro rojo a mi ex al pasar. Mi nuevo novio me alcanzó en una cuadra. Me negué a subirme al auto. Entonces se fue. Caminé por toda Larco esperando que mi furia se disipara.
Al día siguiente, de mejor ánimo y un poco arrepentida de haberle quemado la mano a mi novio –después de todo, no me había hecho nada-, lo fui a ver a su casa. Para mi sorpresa su mamá me dijo, y luego él me confirmó, que no había llegado a dormir, sino que se había quedado en casa de su ex con los otros del grupo que habían seguido la juerga ahí. Yo estaba segura de su fidelidad, pero de vuelta en casa de mis padres, sin pensarlo mucho, salí casi corriendo hacia la casa de mi ex, que quedaba a cinco calles. Toqué el timbre. Me abrió él mismo y ni le di tiempo de saludarme. Lo comencé a besar y nos quedamos en su habitación el resto de la tarde.
Cuando se despidió de mí en la puerta de mi casa, vi tristeza en sus ojos. Nos abrazamos y me bajé del auto. Mucho tiempo después pensé en su mirada. En ese momento, él todavía me quería. Volví a casa de mi nuevo novio que, arrepentido, me pidió perdón. Yo solo le dije que me abrazara y así nos quedamos el resto de la noche, en la sala de su casa comiendo pizza y con la televisión encendida.
Recordar este episodio con tanto detalle me hace sentir un poco mal ahora. No sé si porque después supe lo que es ser engañada por más de un chico, o por lo incoherente y ridículo de mi comportamiento ese día del 96, ahora tan lejano. Nunca más le fui infiel a nadie, por ninguna razón y bajo ninguna excusa. Esta sensación, no la de haberle sido infiel a mi novio, sino la de haber sido cruel con mi ex, me hace entender la razón.
Sí pues, fui infiel. Solo una vez, hasta ahora.