Ejercicio narrativo
X me dice que prepare un cuento para el taller y elaboro uno apuradamente, muy apuradamente. Ignoro cuál es su calidad. No me inquieta.
La mujer del prójimo:
Me contemplé en el espejo cuadriforme de la habitación de Ana, casi había olvidado mis fachas. Un arete platinado me colgaba desde el cartílago de una oreja. Un tatuaje con una rosa azulina atravesada por una espada me cruzaba el torso. Tenía la mirada criminal y la cabeza embadurnada de aceites. Me la había rapado hacía unas semanas.
Recorrí las dos plantas escudriñando cada objeto hasta detenerme debajo de aquel alto cielorraso de latón que esbozaba las imágenes del cielo y de los habitantes de la casa. El caballete guardaba un retrato, era el gran Marcel Sierralta, su esposo, reconcentrado en la artista que plasmó cada uno de sus gestos. Un ventanal atraía la luz a su interior. Eran felices. Yo era apenas la mariposa que se retrae para adquirir la forma de la oruga.
Observé una fotografía familiar junto a un boceto de dos siluetas al carboncillo, un hombre y una mujer atados como juncos alegres, bailoteando al viento. Ella y, él. Los muebles lucían una acelestada coloración, los matices celestiales de una reunión familiar que parecía prolongarse al infinito. “Happy new year, carajo”, musité mientras bebí un trago de ron que luego guardé cuidadosamente en mi alforja. Caminé muy lentamente hasta la otra pieza para revisar uno de los escritorios de roble en una de las esquinas, del lado del vestidor. Recibos, agendas, libros delgados y diccionarios, lapiceros, una tijera de contornos anaranjados, un teléfono blanquecino, una ruma de papel sin uso. Esta habitación no era como las otras, tenía una vista hacia la plaza. Un haz de luz dorada bruñía en el aire, capturando mi perfil. Me percaté, a la derecha, de una foto biselada, iluminada desde su base. Ana parecía reír con una fuerza extraordinaria.
Di algunos pasos hasta el pasadizo, luego ingresé en un cuarto de azul Mónaco como los ambientes marinos. Observé el sacacorchos espiral, era una reliquia cuyo borde daba con un cuaderno de notas sobre el linde de la mesa. Arrimé la botella verde y descubrí un video que luego coloqué dentro de un aparato. Tras los puntos luminosos y las distorsiones, asomaron las formas. Ana, Marcel y Marcelín en la última fiesta de cumpleaños. La torta, una torre de chocolate y pasas. Aquellos negrísimos ojos escrutadores de Ana. Me cercioré de estar solo antes de proseguir con el espectáculo. Avancé la cinta, Marcel en la piscina, Ana con la panza crecida y corriendo entre los girasoles, la familia en pleno sobre los campos de Castilla, los cuerpos jugando con las tenues policromías del lago.
Él lucía su anatomía en un reflejo, rutilante y bestial. Me ubiqué frente al espejo para contemplarme nuevamente: era un túmulo, una tumba de mármol solitaria en un cementerio abandonado. Me miré meticulosamente en cada pliegue de piel que ensombrecía mi rostro, mi rostro aguileño y filudo, arrugado en los márgenes de mis ojos plomizos y apagados. Volví al video con mayor determinación. “Marcel y Ana intercambiando aros en el matrimonio religioso, Santa María, templo mayor y luego Venecia entre colorinches en la falda y besos sobre las gárgolas apretadas del balcón”. Caminé por el pasadizo. Ana lo había recorrido innumerables veces. Seguí sus pasos imaginarios y asomé sobre la cornisa. Debajo el patio y su pileta de azulejos.
Me introduje en la biblioteca. Distinguí una pegatina sobre una pared con las siluetas de la reina, de ella misma abrazando el viento y derrotando a las tinieblas en aquella noche en que él se alejó para volver y para volver inmenso y no irse más, para quedarse entre sus brazos albos y nocturnos. Ana besando la pelambre del Pastor Alemán y Marcel sorbiendo de una cañita. La familia nuevamente en pleno con un fondo silueteado, calado cuidadosamente para que la compañía de los astros infantiles se hiciese más vívida. Ana desempolvando una funda, luego arremangando un cojín y finalmente con un gesto de enigma sobre un portarretrato.
Me apoyé sobre el rejón negro que separaba aquel ambiente del balcón y la plaza. Volví a las fotografías. La familia en París, la familia visitando el museo de Milán (el de las estatuas venosas y anatómicas), el puente sobre Nueva York, las cataratas del Niágara, las luces de la ciudad sobre Broadway y las fantasmagorías de un amanecer entre hojas trizadas en un parque vasto en las afueras de Londres. My family in Atenas. Volví mis ojos sobre la extensión yerma de mi cuerpo semimuerto y endurecido. Bebí hasta acabarme la última gota del licor.
Exploré las cartografías sobre el escritorio y las memorias de viajes. Observé con extrañeza aquel orden de las cosas: el lamparón modernista, el almacenamiento de libros ingleses, un sillón marrón retapizado en un rincón.
Miré mi cara cetrina y polvorienta, laminada por aquel sudor incesante. El vaho sobre el espejo cubrió las líneas de mi boca. Me tumbé en el diván repasando la forma y el barniz de la estantería. El retrato de Ana estallaba en mis ojos. Un martilleo resonaba a lo lejos y cargaba con sus ecos como puntiagudas lanzas.
Desolado, bajé los ojos hacia el parqué. Sabía que en los exteriores me aguardaban las penumbras y que mi casa era un habitáculo al filo de una calle larga que culminaba en una boca negra y espantosa a la que no quería llegar. Las luces se conjugaron y abrieron un prisma entre las columnas del fondo. Sobre las repisas laterales se erguían algunas estatuas, una Venus cromada. La más pequeña, un Poseidón adormilado empuñando un tridente. Ningún objeto me pertenecía. Ana tampoco.
Descendí hacia la cocina para cumplir con mi propósito. Una colección de cuchillos relumbró ante mis ojos, tomé uno de ellos. Un haz de luz se impregnó sobre el metal. En la mesa reposaba una cazuela llena de sopa, un ramo de culantro sobre un plato, varios trozos de cebolla circundaban un tomate cercenado a la mitad.
CINCO EN PUNTO, empuñé el mango del arma. Pronto, desde la calle, rugiría el motor del Mercedes gris de los Salvatierra.