Qué complicado se le hace transmitir confianza a un gobierno cuyo principal orador tiene la mala costumbre de celebrar los goles en propia puerta. Con solo decir que el discurso desangelado y –para variar– excesivamente enumerativo que dio ayer Ollanta Humala debe haber sido el mejor que ha dado desde que es presidente y, aun así, no parece haber convencido a muchos.
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No porque no haya tenido anuncios importantes que hacer –que los tuvo–, sino porque no hubo un intento deliberado de salir del marco de lo previsible. Como si no hubiera ocurrido nada particularmente llamativo con la economía este último año que ameritase un cariz distinto en este mensaje a la nación.
Ya estamos habituados a que el esfuerzo de contextualización sea de lo más superficial. Ni siquiera en un año en que superamos exitosamente nuestro último diferendo limítrofe pendiente –lo cual es un gran logro de este y los anteriores gobiernos– se dio maña Humala para transmitir, con convicción y optimismo, esa visión de país que tanta falta nos hace con miras a nuestro bicentenario. El inquilino de Palacio parece estar cómodo haciendo las veces de relator autómata de un grupo de tecnócratas que no inspiran ni entusiasman. En ese ‘copy & paste’ que suele ser el mensaje presidencial, el que nunca aparece con voz propia es, curiosamente, el presidente.
Porque él tendría que haber reconocido más enfáticamente que este año es distinto a los anteriores. Que no es un asunto menor el que la tasa de crecimiento interanual haya caído en meses recientes por debajo del 2%. Sus ministros comprenden la magnitud del problema –de ahí que hayan salido a tranquilizar a la prensa apenas terminó su alocución–, pero él no parece advertir que los paquetes reactivadores son, en buena medida, una corrección tardía de problemas que su propia gestión contribuyó a crear.
No se trata pues de salir a decir irresponsablemente que el Perú está en crisis (como antes hizo), sino de mostrar inequívocamente que hay claridad en el gobierno respecto de qué hacer para superar este bache.
Atrás quedaron los tiempos en los cuales bastaba no escuchar un lapsus que reviviera el fantasma de la gran transformación para mantener la tranquilidad. Ya no disfrutamos de aquel entorno global favorable que ocultaba los problemas en casa. Lo que sí tenemos es un Estado que es en muchos sentidos un obstáculo a la inversión y un pésimo proveedor de bienes públicos.
Para convencer a los agentes económicos de que esto cambiará no basta publicar decretos de urgencia. Este no es uno de esos problemas que se solucionan lanzándoles dinero como si no hubiera mañana. Necesitamos ver liderazgo real, no
impostado.