Quienes crecimos en la golpeada clase media de los ochenta recibimos de nuestros padres las referencias de un supervillano que ningún rival de la ficción podía emular: el general Juan Velasco Alvarado. El jefe de la llamada “revolución peruana” había sido, según nos contaban, un enemigo jurado del progreso y el desarrollo que, debido a sus resentimientos insuperables, hundió hasta el fondo la economía del país e impuso un represivo sistema cultural de inspiración socialista que prohibió al Pato Donald –considerado casi un agente de la CIA– e intentó sustituir a Papá Noel –ese oprobioso símbolo del capitalismo– por un extraño y fugaz Niño Manuelito. A pesar de lo sesgado y simplista que resulta explicar un período de transformaciones tan complejas a partir de cuatro anécdotas y un par de adjetivos, ese endeble relato persistió entre nosotros por décadas sin que nadie (o prácticamente nadie) se atreviera a impugnarlo.
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