If we cry now, we’ll just be ignored
Leonard Cohen
Más allá de lo que cada uno considere sobre la constitucionalidad de la disolución del Congreso efectuada por el presidente Martín Vizcarra, lo innegable es que existe una controversia sobre ella. Yo tiendo a pensar que la pelota no salió completamente de la cancha constitucional. Pero no hay VAR jurídico. Me parece razonable que alguien considere que sí se fue al lateral de la constitucionalidad. La prueba es que el “El País” y “The Economist”, dos medios internacionales comprometidos con la democracia, discrepan moderadamente en su diagnóstico. Según el primero, el orden constitucional se mantiene intacto y el segundo afirma que el acto es cuestionable pero que no hay un golpe de Estado. Es, entonces, razonable discrepar sobre la cuestión legal.
Si esto es así, ¿por qué los congresistas se quedaron pronto sin apoyos? Es decir, la situación es suficientemente ambigua en lo legal como para disputarla políticamente. Sin embargo, perdieron. Pedro Olaechea no ha sido consecuente con la retórica del golpe de Estado y ha rechazado asumir funciones adicionales a la de disuelto congresista, avalando así al presidente; el secretario general de la OEA felicitó la designación del canciller Meza-Cuadra; no hemos visto una sola movilización en favor del Congreso; y hasta la Confiep que, en caliente, denunció la ruptura democrática, rapidito enmendó y su presidenta alabó a varias nuevas ministras, instando a que tiendan puentes con el empresariado, puentes que todos esperamos no sean encargados al ‘club de la construcción’. Y notemos que el Cristo Morado, a pesar de toda su misericordia, este año no se detendrá frente al Congreso. Entonces, nadie apoya a los congresistas, aun cuando, insisto, hay espacio jurídico para argumentar contra la disolución. Más que la victoria del presidente, debemos explicar la derrota rápida y rotunda del Congreso.
“La principal causa de la mala escritura –sentenció Orwell– es la ausencia de sinceridad de quien escribe”. Es así. La prosa se oscurece cuando hay que encontrar mañas retóricas para defender lo que deseamos pero resulta inconfesable. Tal es el problema que ha corroído nuestra democracia. La falta de sinceridad, la mala fe, la hipocresía, atrofiaron el debate público. El remolino simultáneo del escándalo Odebrecht y de Los Cuellos Blancos arrastró a la locura a casi todo nuestro elenco político. El propósito mayor de líderes y secuaces fue evitar la cárcel. Un juego criminal que debió jugarse con disfraz político.
Entonces cuaja un simulacro de democracia. Si no podemos negociar en público nuestros intereses, la democracia está herida. En estos años, tras la cascarita del discurso político ha actuado maciza la razón criminal. No se puede tener una democracia con semejante desencuentro entre lo que cacareo y lo que necesito. En público son congresistas y en privado ‘codinomes’. Por eso nuestra real ágora es un audio. Y el mejor analista político, un penalista.
Las iniciativas legales de la turba fujiaprista fueron instrumentos politiqueros: intentar regular a los medios, procurar elevar los requisitos para la inscripción de nuevos partidos, atrofiar vía ley la atribución constitucional de la confianza, amenazar a las encuestadoras, utilizar la Comisión de Ética como picana eléctrica, proteger a Donayre, Hinostroza, Chávarry, y un largo etcétera de acciones que transparentaron que para el Congreso las leyes eran trámites para facilitarles la vida a los amigos y arruinársela a los enemigos. La ley como literalidad pendeja y nunca como institución para arbitrar legítimamente a la sociedad.
Y los peruanos conocemos eso. Todos hemos padecido a ese burócrata que nos mece, solicita nuevos requisitos, arrastra los pies… para él la ley no es una institución, es una ganzúa para coimear. Nadie me lo recuerda más que la congresista Bartra: tras sus legajos e incisos, plazos, sellos y copias certificadas, se percibe clarito que busca degollar a las instituciones en el altar del procedimiento.
John Rawls, uno de los principales teóricos del liberalismo en el siglo XX, definió a una sociedad ordenada como aquella que posee una idea común y pública de la justicia. El Congreso, en cambio, demostró una y otra vez que buscaba una justicia particular y planeada en la clandestinidad. Es decir, para seguir la lógica rawlsiana, nos empujaba hacia una sociedad desordenada.
El lunes 30 de setiembre, el Congreso condensó en una sola jornada toda esta trayectoria de insinceridad y arbitrariedad. Le trancaron las puertas al primer ministro Del Solar, le negaron la palabra en primera instancia, rechazaron discutir la cuestión de confianza para votar algo que contradecía explícitamente su contenido, para cuatro horas después declarar que, en realidad, la propuesta del Ejecutivo era muy razonable y que le otorgaban la confianza. Es decir, pusieron en escena una vez más su guion: la insinceridad y leguleyada merendándose a la institucionalidad. Y murieron como vivieron.
Este acto final hubiera resultado desagradable por sí solo, pero el liderazgo a cargo de su ejecución desató la ira nacional. Pedro Olaechea manejó la sesión sin tino. Cometió uno de los peores errores de un político: confirmó prejuicios. Se puso gamonal. La escena de Olaechea bien echadote en su escaño sin ponerse de pie para dialogar con el primer ministro Del Solar seguramente fue festejada en el chat de sus broders de la promo, pero el resto del Perú reconoció patanería. La televisión no transmitía la sesión a peones obligados a aplaudir. Y el ridículo ante la prensa internacional ha sido monumental. No entiende ni un país de ciudadanos ni un mundo global.
Y cual si se tratase de una tradición de Ricardo Palma, a Pedro Olaechea se sumó Mercedes Araoz. Se retiró de la vida pública a lo grande. ¿Hay algún papelón más grande en la historia nacional contemporánea? ¿Las apariciones públicas de Toledo borracho? Pero son bochornosas, no son la vergüenza de quien obnubilado por quién sabe qué fuerzas confunde la realidad y se manda el discurso, la juramentación, el himno y, ay, la sacada de cuerpo apenas unas horas después. En fin, hizo lo mismo que Olaechea, confirmó prejuicios. En su caso, el de encarnar la frivolidad.
En resumen, a la razón lumpen, el 30-S agregó la razón hacendada y la razón frívola. Casi la definición misma de lo antirrepublicano. El Congreso, entonces, perdió porque la ley no vive en el vacío sino en un contexto. Y ese contexto señala que desde hace tres años –y lo demostraron el 30-S– para la mayoría legislativa la ley no es sino la codificación de la criollada. ¿Qué podría ser más rechazado?
La última vez que escribí aquí hace dos meses argumenté que, aunque no me gustaba la propuesta de adelanto de elecciones generales, era lo mejor para el país. Y hoy queda claro que lo era. No cargaríamos con el precedente dañino de una disolución de Congreso por vía de la confianza. Como ha escrito Ignazio de Ferrari, cerrar el Parlamento jamás es razón para júbilo. Pero el Congreso rechazó la salida pactada. Es más, siguió amenazando con la vacancia. Y ahora acusan al presidente de dictador. El exótico caso del dictador que quería dejar el poder. Hoy lo mejor sigue siendo que el presidente deje el poder, lo que señalaría que la disolución solo puede ser un acto extremo. Pero ahora el margen legal es escaso. La Comisión Permanente está impedida de reformar la Constitución y el Congreso que asumirá a inicios del 2020 no tendrá interés en desaparecer.
Ahora nos toca permanecer vigilantes. El presidente gobernará con decretos de urgencia y eso hay que mirarlo con lupa. Con todo lo que hemos visto en estos años, yo ya no confío en nadie. Nuestros políticos son culpables hasta que demuestren lo contrario. Que el Cristo Morado nos haga el milagro de constatar la honestidad.