Cada vez que se anuncia un peligro natural predecible –como un fenómeno de El Niño– o impredecible –como un sismo de gran magnitud– volvemos a lo mismo: el gobierno declara en estado de emergencia las zonas afectadas o en riesgo de estarlo. Los ciudadanos nos golpeamos el pecho cuestionándonos por qué no fuimos más precavidos. Y se publican columnas de opinión como esta que bien podría haber sido escrita a inicios de cualquier año y tendría la misma vigencia.
Desde la administración pública, lo anterior seguirá sucediendo mientras no se incorpore la gestión de riesgos de desastres como política de Estado. Diagnósticos y leyes no nos faltan. De hecho, lo que faltaría es espacio aquí para enumerar la cantidad de instituciones que se dedican a monitorear, validar, reportar, informar y alertar sobre desastres, peligros y emergencias para la oportuna toma de decisiones.
Una muestra: en setiembre del año pasado se publicó el nuevo Plan Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (Planagerd 2022-2030), uno de los principales instrumentos del Sistema Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres (Sinagerd). Este sistema fue creado en el 2011 con la Ley 29664 que, increíblemente, no hace referencia a riesgos de eventos recurrentes (huaicos, por ejemplo). En un país tan territorialmente complejo como el Perú, donde todos los años sabemos que podemos enfrentarnos a lluvias extremas o, por el contrario, a etapas de sequía, es indispensable planificar y aplicar estrategias de prevención diferenciadas por tipo de eventos. Son, en su mayoría, contextos conocidos y previsibles, pero nunca estamos preparados para evitar sus impactos negativos.
En agosto del 2021, la Organización Meteorológica Mundial publicó un informe con la revisión más exhaustiva realizada hasta la fecha sobre la mortalidad y las pérdidas económicas causadas por fenómenos meteorológicos, climáticos e hidrológicos extremos. Concluyó que, entre 1970 y el 2019, en el planeta se registraron más de 11.000 desastres atribuidos a esos peligros, que causaron US$3,64 billones (millones de millones) en pérdidas, y más de dos millones de fallecidos. El 91% de esas muertes se produjo en países en vías de desarrollo, considerando la clasificación de países de las Naciones Unidas.
Señala el informe: “En ese período de 50 años, el número de desastres se ha quintuplicado, impulsado por el cambio climático, el aumento de los fenómenos meteorológicos extremos y la mejora en los mecanismos de suministro de información. Ahora bien, gracias al perfeccionamiento de los sistemas de alerta temprana y a la mejora de las prácticas de gestión de desastres, el número de muertes es casi tres veces menor”.
En enero del 2010, un terremoto de 7 grados en la escala de Richter dejó bajo los escombros a la capital de Haití, el país más pobre de América Latina y el Caribe. El 65% de las construcciones en la zona metropolitana de Puerto Príncipe-Pétionville colapsó. Más de 200.000 personas perdieron la vida y más de dos millones quedaron en la calle. El gobierno determinó que la gestión del riesgo de catástrofes era una prioridad transversal y multisectorial clave. Y decidió implementar las ciencias del comportamiento en la gestión de riesgos de desastres. Así, junto con el equipo de Gestión de Riesgo de Desastres y la Unidad de Mente, Comportamiento y Desarrollo del Banco Mundial, identificó los principales obstáculos a la hora de evacuar a las personas a tiempo y a un lugar seguro. Entre ellos, los mensajes de alerta llegaron tarde y, cuando sí fueron recibidos, tenían un lenguaje confuso que no transmitía la urgencia de evacuar ni señalaba a dónde hacerlo. Asimismo, no había suficientes refugios a los que acudir, etc.
Con esa información, en el 2019 se elaboró un plan que, hasta el 2025, reforzará la capacidad de alerta temprana y evacuación de emergencia en determinados municipios seleccionados en zonas de alto riesgo climático. Además, construirá refugios seguros y accesibles. Paralelamente, están trabajando en mejorar la transparencia de la administración pública, y en fortalecer la capacidad institucional para producir evidencia que permita establecer prioridades de gestión.
Incorporar perspectivas de economía del comportamiento a políticas públicas reduce barreras sociales, psicológicas y estructurales que dificultan atender emergencias. Muchas veces implica intervenciones concretas que no tienen por qué ser tan costosas ni complejas. Sin embargo, mientras en el Perú la informalidad y la corrupción permitan que se siga construyendo al borde de los ríos y en las quebradas inactivas, y que se edifique sin criterios antisísmicos, seguiremos viendo la misma película. Lo mismo será mientras el diseño de proyectos de inversión pública no incorpore forzosamente elementos que disminuyan su vulnerabilidad ante la presencia de estos peligros.
Las probabilidades de un Niño costero crecen a medida que sufrimos los embates del ciclón Yaku, de cuya amenaza supimos cuando ya había llegado. Ni cambio ni reconstrucción. Sin políticas educativas y de gestión de riesgos en serio, lo único que cambiará –para peor, claro está– serán el clima y sus impactos.