Javier Díaz-Albertini

En el 2007, el sociólogo Francisco Durand nos advirtió que en el Perú funcionaban tres “socioeconomías”: la formal, la informal y la ilegal. Las ciencias sociales no le habían prestado mucha atención a esta última, normalmente considerándola como una actividad que incidía en la economía (como el narcotráfico), pero no tanto en la cotidianidad. Tan era así, que las obras que transformaron la concepción del quehacer económico, “El desborde popular” de José Matos Mar (1984) y “El otro sendero” de Hernando de Soto (1986), no hacían mayor referencia a lo delictivo. Lo informal era visto en todo caso en las antípodas de lo criminal, un aspecto funcional que permitía la supervivencia de buena parte del mundo popular: acceso a la vivienda, tecnología, empleo, empresa, transporte y finanzas.

La nos ha sacado de muchos aprietos ante las fallas del Estado y el mercado formal que no era asequible para la mayoría. Tuvo gran crecimiento como respuesta a la crisis económica de la década de 1980, pero fueron pocos los intentos sostenidos para reducirla una vez superada esta. Su expansión acompañó el crecimiento económico de los primeros 13 años del nuevo milenio y prosperó como una forma de “capitalismo popular”.

Tomemos el caso de la vivienda y el planeamiento urbano. Nuestro país no ha tenido realmente una política de vivienda social. En su lugar, desde la década de 1940, la toma de terrenos y la lenta habilitación urbana se convirtieron en el mecanismo principal de acceso a un lugar en la ciudad. El Estado –hasta cierto punto– se limitó a reaccionar ante la formación de las urbanizaciones populares. El proceso de invasión-habilitación-consolidación–formalización se convirtió en la forma habitual y normal de producir barrio y vivienda. Es decir, un “piloto automático”, pero de la política social.

El problema, no obstante, es que la informalidad siempre se distingue por el incumplimiento de alguna norma (laboral, empresarial, tributaria o de funcionamiento), sea en la forma en la que se establece o en la que opera. De allí la voz de alarma de Francisco Durand por la creciente “anormalidad normativa” que nos estaba llevando hacia la anomia generalizada y hacia una cultura de la transgresión. Al tratarse de actividades que no estaban debidamente controladas, reguladas o sancionadas, la informalidad se convirtió en un ámbito propicio para la coexistencia con el mundo delictivo. Muchas veces, además, en franca colusión: venta de piratería, productos bamba, contrabando, autopartes o celulares robados. Es decir, al igual que la actividad informal beneficiaba a las empresas formales vía una red de distribución (pensemos en los heladeros), ahora también hacía lo mismo para los delincuentes.

Peor aún, una parte de la informalidad comenzó a ser francamente dominada o utilizada por los criminales, muchas veces organizados en bandas. Si antes la toma de terrenos era un mecanismo de acceso a un espacio en la ciudad popular, ahora es una práctica aprovechada por los traficantes para apropiarse de lo ajeno y venderlo. Lo mismo sucede con los antaño mineros artesanales (ahora ilegales), prestamistas informales (ahora “gota a gota”) o el trabajo sexual clandestino (ahora trata internacional y explotación social). La fachada de la informalidad ha servido para facilitar el control criminal.

Debido a su parcial ilegalidad, el trabajo informal siempre ha sido víctima del chantaje y la extorsión, muchas veces por parte de fiscalizadores, funcionarios y autoridades que cobraban para hacerse de la vista gorda. En la actualidad, sin embargo, los chantajistas “formales” están siendo desplazados por mafias de extorsionadores que exigen cupos bajo amenazas.

En el pasado, los ciudadanos se organizaban para proteger su comunidad, su propiedad o su actividad ante las fallas o el desinterés de las instituciones formales. Existían, por ejemplo, federaciones de pueblos jóvenes y ambulantes, rondas campesinas y urbanas, que presionaban y negociaban con las autoridades. No eran perfectas, pero lograban establecer reglas de juego y canales de comunicación. Ante el surgimiento de reacciones violentas en distritos en contra de los “extorsionadores extranjeros”, es urgente fomentar la creación de formas de representación que permitan lugares de encuentro para enfrentar problemas, incluyendo la informalidad y la criminalidad, pero dentro del marco de la institucionalidad democrática.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Javier Díaz-Albertini es Ph. D. en Sociología

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