
Ayer, por tercera vez en menos de seis meses, los transportistas paralizaron la capital para reclamar por la oleada de criminalidad que viene desangrando al sector. En la víspera, se había anunciado que unas 460 empresas –que operan unas 20.000 unidades– acatarían la medida de fuerza y, la verdad, bastaba con recorrer las principales avenidas de la capital desde muy temprano para advertir que, si no todas, cuando menos una gran mayoría de ellas terminó respondiendo a la convocatoria.
De más está decir que con un paro de tal magnitud nadie sale ganando. No ganan, ciertamente, los transportistas; muchos de los que viven del dinero que generan a diario. Y tampoco gana la ciudadanía, pues la paralización conlleva no solo a que muchos negocios tengan que suspender o acortar su horario de trabajo, sino también obliga a los colegios y universidades a forzar las clases remotas con el impacto que ello supone para el aprendizaje de los alumnos. Pero, aun así, sería injusto no reconocer que detrás de la decisión del gremio de transporte público existe un clamor para que sus integrantes no sigan siendo asesinados por hacer algo tan rutinario como salir a trabajar. Un clamor que, por cierto, no es nuevo, pero que no parece motivar mayor empatía entre sus destinatarios.
Por ejemplo, a finales de setiembre, luego de que los transportistas paralizaran Lima por primera vez, el entonces ministro del Interior, Juan José Santiváñez, anunció una serie de medidas e incluso adelantó que el gobierno decretaría 12 distritos de la capital en emergencia. ¿Cuál ha sido el resultado de dichas acciones? Más choferes asesinados, explosivos detonados dentro de buses y alrededor de 303 kilómetros de rutas contralados por las mafias. La situación, ni falta hace decirlo, no ha mejorado.
Por eso, sorprende que el presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, haya dicho el miércoles, en la sesión de interpelación a la que lo sometió el pleno, que “no podemos admitir que las medidas que adoptamos con anterioridad para la lucha contra el crimen organizado y la delincuencia hayan fracasado”. Una aseveración tan desconectada de la realidad que causaría risa si no fuera porque hablamos de un problema que cada día se cobra unas seis vidas en nuestro país.
Pero el problema no es solo Adrianzén. Desde que el crimen se desbordó en las principales ciudades peruanas, en el gobierno han optado por hacerse los pasmados, insistiendo en la narrativa de que sus medidas funcionan, mostrando estadísticas engañosas e inclusive tratando de obligar a los medios a informar sobre sus presuntos logros en la materia que nadie salvo ellos parece notar.
Con esa actitud, por supuesto, los crímenes no van a parar; lo que va a parar, por el contrario, es un país donde los negocios no abren, los buses no arrancan y los músicos no tocan por miedo a ser extorsionados.

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