La teoría del portafolio es la piedra filosofal de las finanzas modernas. Convirtió la inversión en una ciencia y la ciencia de la inversión en una mina de oro. El responsable de esta alquimia fue Harry Markowitz, un economista que compartió el Premio Nobel en 1990 y que acaba de morir a los 95 años.
Cuando Markowitz hacía su doctorado en la Universidad de Chicago estaba bien establecida la idea de que los inversionistas debían maximizar el valor presente de su inversión, entendido como la suma de los dividendos futuros ‘descontados’ (esto es, reducidos o castigados) por el tiempo que el accionista tiene que esperar para recibirlos. Pero esta idea no podía explicar por qué los inversionistas invertían simultáneamente en acciones de distintas compañías (o sea, en un portafolio). Si su único objetivo fuera obtener la máxima cantidad posible de dividendos, deberían invertir solamente en una acción, aquella que pagara los dividendos más altos por cada dólar invertido.
La primera intuición de Markowitz fue que, como los dividendos futuros son inciertos, lo que esa idea, en realidad, trataba de decir era que se debía maximizar el valor presente de los dividendos esperados; esperados en el sentido de su ‘expectativa matemática’, un concepto tomado de la estadística, que podemos definir coloquialmente como un promedio de los dividendos que una compañía debería pagar en los distintos escenarios posibles. Esta primera intuición llevó a otra: cuanto mayor sea la variabilidad (‘varianza’, para los estadísticos) de los dividendos, menos atractiva resulta una acción, si, como la experiencia parece indicar, los inversionistas son aversos al riesgo. Entre dos compañías cuyos dividendos esperados son iguales, digamos US$10, preferirán las acciones de la compañía A si su rango de variación va de U$5 a U$15, mientras que el de B va de US$0 a US$20.
Pero con esto no tenemos todavía una teoría del portafolio, una explicación de por qué los inversionistas individuales o institucionales, como las AFP, compran acciones de más de una compañía. ¿Por qué no escogen una sola que les ofrezca la combinación de riesgo y rentabilidad que mejor se acomode a sus preferencias?
Aquí vino la tercera intuición de Markowitz: los dividendos de las distintas compañías no se mueven al unísono. Una ola de calor reduce las ventas y las utilidades de los fabricantes de chompas y frazadas, pero aumenta las de los productores de bebidas o refrigeradoras. Los dividendos de unas compañías se quedan cortos, mientras que los de otras exceden las expectativas. Una ola de frío tiene el efecto contrario. No es, pues, solamente la variabilidad intrínseca de los dividendos de cada compañía lo que le interesa al inversionista, sino la relación entre la variabilidad de los dividendos de la una y los de la otra (su ‘correlación’). La contribución de una acción a un portafolio de inversión no está necesariamente en aumentar la rentabilidad; también puede reducir el riesgo del conjunto de la inversión.
Después del artículo pionero de Harry Markowitz, por entonces un chico de 24 años, en el prestigioso “Journal of Finance” de 1952, la teoría y la práctica de las finanzas nunca más fueron las mismas.