En el colegio, cada año elegíamos al delegado de clase. Una semana antes de la elección, los candidatos se postulaban voluntariamente y pasaban los siguientes siete días intentando persuadir, carpeta por carpeta, a sus potenciales electores. Todos ofrecían un variopinto abanico de promesas, desde las más sensatas (mejorar la comunicación con el tutor, garantizar la limpieza del aula, exigir más horas de arte y de educación física) hasta las más populistas (salir al recreo diez minutos antes de la hora oficial, publicar en el periódico mural quejas sobre el desempeño de los maestros, asistir de lunes a viernes en ropa de calle). El día de los comicios, cada alumno escribía el nombre de su postulante favorito en un pedazo de papel que, doblado en dos o tres, iba a parar al fondo de un ánfora. El profesor de turno hacía las veces de solitario veedor y algún voluntario salía al frente para contabilizar los votos en la pizarra: tarea notarial que consistía en dibujar palitos simétricos agrupándolos de cinco en cinco. A pesar de aquellos procedimientos precarios, los resultados eran respetados por el íntegro del alumnado (a nadie se le ocurría denunciar fraude) y, en cosa de minutos, el nuevo delegado era saludado con una salva de aplausos. El profesor le colocaba a la altura del pecho una insignia redonda con visos verdes en cuyo centro podía leerse, en mayúsculas, la expresión «DELEGADO DE CLASE», título que a nuestros ojos, entre infantiles y adolescentes, sonaba a MARISCAL DE CAMPO O GENERAL DE DIVISIÓN. Desde el día de su asunción al mando, el nuevo líder del salón iniciaba un reinado que duraba un año.

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En uno de esos comicios –pequeñas fiestas democráticas que eran una reproducción a escala microscópica de lo que sucedía en el país cada vez que se elegía presidente– resultó vencedor Juan Carlos Lamberti, un tipo que no se caracterizaba precisamente por su talante concertador. De hecho, era un miserable, un abusivo que hostigaba a los tímidos del salón, obligándolos a compartir con él sus impecables resúmenes de historia universal a cambio de no quitarles la lonchera a la hora del recreo. Era más alto que algunos profesores y acababa todas las discusiones sacando a relucir su pedigrí italiano. Uf, era insoportable. También era un cínico profesional y sabía cómo comportarse delante de los conserjes de seguridad, haciéndose pasar por el muchacho despistado que no era. Con las chicas más guapas era encantador; con las feas, un troglodita: las asustaba, las remedaba, les metía cabe. No sé cómo ganó aquella vez; decían que sobornó a los demás candidatos, pero no recuerdo bien. Lo cierto es que, con Lamberti como delegado, los otros abusones del salón, tres o cuatro repitentes a los que ya les salía la barba, se sintieron más protegidos que nunca. Durante los doce meses siguientes tuvimos que soportar los maltratos de esos vándalos: rompían tus lapiceros, te arranchaban el reloj, te obligaban a fumar y, si no les soplabas las respuestas durante un examen, te quitaban los zapatos a la hora de la salida y los lanzaban a la azotea del edificio vecino. El pobre ingenuo que intentaba resistirse recibía una golpiza inolvidable en la cancha de fulbito, detrás de los casilleros, y una serie de amenazas que lo paralizaban el resto del semestre.

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El martes de esta semana, el triunfo de Trump en Estados Unidos me recordó al idiota de Lamberti. Y me preocupé, desde luego, porque cuando gana un bully, los demás bullies se empoderan, se sienten impunes, desocupan sus madrigueras para sacar a relucir toda su vileza. En los próximos años pasará eso en el mundo: los ultraconservadores, los ultranacionalistas, los fascistas –inspirados por el triunfo de Trumpenstein– van a sentirse con derecho a actuar, violentamente o no, contra todo aquel que no comparta su retrógrada visión del mundo.

Por cierto, el año pasado vi a Lamberti en Lima en un reencuentro escolar. Ahora es un cuarentón semicalvo, ludópata, que vive de las rentas de sus padres; en sus días más productivos vende las joyas de su abuela y las condecoraciones de su abuelo en el centro de Lima. Por lo que me contaron, su exesposa lo ha enjuiciado por agresiones físicas y su hijo de diecisiete cuenta los días para hacerse mayor de edad y cambiarse el apellido.


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