Renato Cisneros

Estoy en una sala de espera del área de maternidad del hospital. Me han prestado un mameluco azul cuatro tallas más grande, un gorro protector y una mascarilla. Dentro de unos minutos, una enfermera vendrá a llevarme al quirófano donde a mi esposa están a punto de practicarle una cesárea para el nacimiento de Emilia, nuestra segunda hija.

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Hace seis años, cuando nació Julieta, no se me permitió presenciar el parto porque así lo estipulaban los protocolos. Esta vez, en cambio, me han dado luz verde. «¡Qué suerte!», me dijo mi esposa desde la camilla, camino a la cirugía, «vas a poder ver cómo sale Emilia; con suerte tal vez te dejen hacer un vídeo y, quién sabe, hasta cortar el cordón umbilical». Yo –que soy un tipo impresionable que tiende a marearse hasta cuando le pinchan el brazo– solo atiné a sonreírle debajo de la mascarilla tratando de que no se me notara lo cobarde. Digamos que la idea de ver a los médicos cortar el abdomen y el útero de mi mujer para luego extraer de esa cavidad a mi hija bañada en sangre no me produce entusiasmo, precisamente. No podría tomar una sola foto en esas circunstancias, mucho menos tendría pulso para aplicarle un tijeretazo al cordón umbilical.

«Señor Cisneros, ya puede pasar». La voz de la enfermera me devuelve a la realidad y enrumbo al quirófano con el aplomo que el momento exige. Una vez ahí, el anestesista me ordena sentarme en un banco al lado de mi esposa, mejor dicho, al lado de la cabeza de mi esposa, que ya lleva un buen rato tumbada en la mesa de operaciones. Ni ella ni yo alcanzamos a ver nada: una sábana verde, como un biombo extendido hacia lo alto, nos separa de los médicos. Ella, noble, valiente, coge mi mano con fuerza esperando que yo le transmita la serenidad que me hace falta. Pero no puedo, no estoy sereno, toda mi atención está puesta en los inquietantes ruidos provenientes del otro lado del biombo: el chasquido continuo de los instrumentos metálicos, la succión del tubo que absorbe fluidos, los pitidos de las máquinas que monitorean signos vitales, el movimiento jabonoso de los guantes del personal al manipular cánulas, compresas, algodones.

De pronto, ese tosco ruido ambiental se interrumpe y se oye un quejido tan frágil y hermoso como un geranio al borde de un acantilado. En cosa de segundos la matrona nos entrega a una criatura diminuta con la piel cubierta por una sustancia mantecosa. Parece haber llegado de otra dimensión, otro planeta, otro régimen de leyes físicas. «Hola, Emilia», balbucea mi esposa; la niña solo tirita moviendo brazos y piernas como si aún buceara en el agua tibia de la placenta: un lenguaje anfibio que poco a poco va mutando hacia lo humano. Yo la observo boquiabierto, conmovido ante el espectáculo sin filtros de la naturaleza.

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De la nada, la recién nacida estrena sus pulmones con un alarido, y en ese instante aprieto la mano de mi mujer y pienso –y sé que ella también piensa– en las cientos de noches de los últimos tres años en que nos fuimos a la cama envueltos en tristeza o amargura, casi resignados a no poder darle un hermano a Julieta; el camino se nos presentó tan cuesta arriba que la posibilidad de conseguir un embarazo fue haciéndose más difícil con el transcurso de los meses. Sin embargo, ahora estamos aquí, recibiendo a esta niña que ha salido del vientre de su madre y lucha con denuedo tratando de aclimatarse a las primeras luces del mundo. Varios minutos después me quedo a solas con Emilia en mis brazos. Mientras miro sus ojos intentando adivinar el color, una pregunta me da vueltas: si el primer hijo nos convierte en padre, ¿en qué nos convierte el segundo hijo? Ensayo respuestas, pero ninguna me suena convincente. Por la ventana, el sol del mediodía ilumina las ramas de los árboles de la calle Martín Lagos y los autos pasan raudos dirigiéndose a algún punto de Madrid. El mundo de afuera continúa su curso acelerado; el de aquí dentro permanece misteriosamente detenido.

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