Ha pasado más de medio siglo y pocas cosas parecen haber cambiado en la mirada social de la élite limeña. La adaptación cinematográfica de Un mundo para Julius –novela de 1970 donde Alfredo Bryce describe la Lima de los 50 y 60– confirma esta sospecha. Para ciertas personas, círculos y cofradías, el tiempo pasa, las generaciones se relevan, las malas costumbres persisten.
La directora Rossana Díaz Costa ha asumido dos grandes riesgos: prescindir casi por completo del sarcasmo característico del libro (que en Bryce es clave al momento de ridiculizar determinadas acciones y personajes) y depositar el peso de la cinta en el trabajo de niños carismáticos aunque con escaso entrenamiento actoral.
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Pese a ello, Díaz Costa no traiciona el espíritu de la historia, centrándose en la mirada de un Julius que aprende la importancia de los afectos al lado de los hombres y mujeres humildes que trabajan en su casa; se acostumbra a ver cómo su privilegiada familia abusa del resto con desesperante frivolidad; y a punta de duelos, pérdidas y desencantos va descubriendo las miserias de su entorno. Al final, además de la nostalgia del relato, es inevitable sentir que el racismo y clasismo de los miembros de la clase pudiente de aquella época continúan practicándose en la actualidad, y muchas veces con la misma impunidad.
Al llevar una obra literaria a la pantalla grande, el cine no solo la acerca a un público masivo (que, con suerte, luego buscará el texto original en una librería), sino que refuerza las denuncias planteadas por el autor en su momento, y al hacerlo contribuye a darles continuidad a dos procesos que en el Perú suenan a eterna deuda pendiente: la identidad y la memoria.
Según el escritor y periodista Christian Reynoso, “la relación entre literatura y cine en el Perú se remonta a 1930″, año de filmación de La huérfana de Ate, adaptación de una novela costumbrista que Ricardo Rossel publicó en 1866 bajo el seudónimo de Carlos Doriser.
Desde entonces muchos directores, nacionales y extranjeros, se han basado o inspirado en novelas y cuentos peruanos importantes para sus cortos y largometrajes. Los tres autores más ‘adaptados’ son Mario Vargas Llosa, José María Arguedas y Alonso Cueto. Del Nobel, por ejemplo, han sido llevados al cine Día domingo (Luis Llosa, 1970); Los cachorros (Jorge Fons, 1973); Pantaleón y las visitadoras (dos versiones: la de 1975, codirigida por el español José María Gutiérrez y el propio Vargas Llosa, que hizo un cameo; y la de 1999, dirigida por Francisco Lombardi); La ciudad y los perros (Lombardi, 1985) y La fiesta del chivo (Luis Llosa, 2006). Podría añadirse La tía Julia y el escribidor, adaptada caprichosamente por el inglés Jon Amiel para su película Tune in Tomorrow, de 1990, donde ‘Varguitas’ es interpretado por Keanu Reeves. En el caso de Arguedas, tenemos Diamantes y Pedernales (César Villanueva y Eulogio Nishiyama, 1964); Yawar Fiesta (Luis Figueroa Yábar, 1986) y Todas las sangres (Michel Gómez, 1988). Y de Alonso Cueto: La hora azul (Evelyne Pegot-Ogier, 2014), Grandes miradas (Francisco Lombardi, 2003, titulada Mariposa negra) y La pasajera (Salvador del Solar, 2015, titulada Magallanes).
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Otros títulos importantes también convertidos en película son Los perros hambrientos, de Ciro Alegría. El príncipe, de Oswaldo Reynoso. Los gallinazos sin plumas, de Julio Ramón Ribeyro. Abisa a los compañeros, pronto, de Guillermo Thorndike. No una sino muchas muertes, de Enrique Congrains Martín. No se lo digas a nadie, de Jaime Bayly. Al final de la calle, de Óscar Malca. Noche de cuervos, de Raúl Tola. Muerte en el Pentagonito, de Ricardo Uceda.
Dos deseos finales: que los altos costos de producción no impidan que la mejor literatura peruana siga llegando al cine; y que Un mundo para Julius se mantenga en cartelera muchas semanas más, las suficientes para generar en miles de lectores jóvenes curiosidad por esa novela que, en más de un sentido, funciona como analogía del país: no puede disfrutarse sin reír ni llorar. //
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