CHICO CONOCE A CHICA
Invierno del 2001. Mi último novio terminó conmigo, tomó un avión y estaba de regreso en el Perú por una promotora de Hamilton con la que me había sacado la vuelta, por la que me había dejado y a la que luego le sacó la vuelta conmigo el siguiente verano en Lima. Yo, que en ese momento no sabía de ella, ni de sus demás infidelidades, le guardaba un largo y estúpido luto, negándome a cualquier tipo de relación. Hasta mis amigas que no eran peruanas me decían Sarita Colonia, porque las cinco andábamos solas y libres de hacer lo que nos diera la gana en Barcelona. En el Café Mon Obert o en la cafetería de la universidad, ellas contaban sobre sus aventurillas, citas, los errores, juergas y finalmente nos reíamos o devolvíamos los libros, apagábamos los chats y nos íbamos cansadas por la Rambla a tomar una chela. Yo las escuchaba, me divertía con sus historias y las tenía podridas hablándoles de Kike; quien siempre volvía a aparecer en el teléfono, el correo electrónico o el correo postal, lo que, obvio, me impedía olvidarlo.
Pero hubo algo. Una llamada.Desde un teléfono público, Ivy, una de mis mejores amigas y a la que no veía desde hacía mucho, me convenció para salir con un amigo suyo, también mexicano, que venía de Murcia luego de presentar una instalación en una bienal. “Ponte guapa”, me dijo. Yo seguía en pijama desde la mañana y tenía el práctico moño al estilo “Shogún” en el pelo. Sin muchos ánimos, me arreglé pero me alegré de notar que la tristeza por la ruptura me había hecho bajar unos kilos. Me sentí bien de pronto y salí a la calle. Ivy apareció por la boca del tren de una de las esquinas de Plaza Cataluña. A su lado estaba Ricardo Milla, era de Durango, fotógrafo, video artista y el mexicano más guapo que he conocido hasta el día de hoy. Fuimos a un bar y nos encontramos con mi mejor amigo desde la de Lima, Martín, que también vivía en Barcelona.
Ivy y Martín desaparecieron de la mesa y eso fue perfecto, por lo menos para Ricardo y para mí, ya que toda la noche hablamos de nuestra pasión mutua: el cine; con pequeñas interrupciones de nuestra pasión mutua secundaria, la música. Nos cerraron el bar pero quedamos en ir al día siguiente a la Champañería, un sitio típico de Barcelona que siempre está tan lleno que uno siempre termina conociendo o ligando con gente así no quiera, y donde el cava es barato.
Cuando nos encontramos Ivy me dijo al oído, como quinceañeras, que yo le había gustado mucho a Ricardo. Ni le pude decir que él también a mí, porque ya lo tenía a mi lado hablándome de no se qué película de Viscontti. Compramos seis botellas de cava para llevar y nos fuimos al depa que yo compartía con Nelly. Antes de entrar al edificio Ricardo me pasó el brazo por los hombros. Apenas pusimos música y nos sentamos en el salón, ya me estaba besando. Yo le dije que era muy rápido, pero no tenía cómo librarme de los brazos y labios que estaban encima mío. Ivy y Martín seguían hablando haciendo de cuenta que en el sillón de al lado no estaba pasando nada, pero yo me sentía incómoda y me metí en el baño. Cuando salí estaba Ricardo esperándome. Me cargó y me llevó a mi cuarto, donde empezó a besarme contra la pared (yo le puse un check a mi lista de fantasías cinematográficas: Henry y June). Terminamos besándonos en la cama. Me preguntó si era muy pronto para hacer el amor, y le dije que sí. Después de no sé cuantos besos más me abrazó y nos quedamos dormidos. Al día siguiente no sabía qué hacer. Era el primer chico con el que dormía que no era mi novio. Abrió los ojos y me sorprendió mirándolo. Me besó en la boca y se acomodó a mi lado.
Para mi sorpresa, Ricardo no se fue como yo pensaba. Me propuso cocinar (ya era hora de almorzar), ir a Blockbuster y quedarnos tirados en el sofá viendo una película. Así lo hicimos y así pasaron dos semanas. Estuvimos en museos de arte moderno, galerías de fotografía, restaurantes y bares que yo no conocía. Vimos a Cold Blood de los Cohen en un cine de reposiciones y hasta celebramos su cumpleaños. Le grabé un CD de regalo con mi foto favorita de Man Ray en la portada y una dedicatoria: Boy meets girl (chico conoce a chica). Le encantó.
Mi amiga Ivy, al ver que pasaban los días y Ricardo y yo nos tomábamos fotos como si estuviésemos de luna de miel, andábamos de la mano y me regalaba flores cada vez que veía un vendedor ambulante, me advirtió que tener un mini break emocional con él estaba chido, pero que lo había visto hacer la misma rutina con varias amigas suyas. Entonces lo supe. Acababa de conocer al popular novio temporal; es decir, alguien que te trata desde el primer beso como si fuera tu novio de toda la vida. La miré y le dije muy decidida que era justamente lo que necesitaba. A ella no le pareció bien. Yo me entregué sin cuidado a todo ese cariño de mentira y me dejé hacer todo tipo de ridiculez romántica, menos el amor.
Pasaron meses desde esas noches en noviembre. Había recordado a Ricardo algunas veces, pero su imagen se había disuelto con el tiempo. Era un sábado de verano y fui con Martín y Ale a un café en la plaza para tomar algo. Un pasos antes de llegar lo vi. Su figura acercándose se me hizo familiar en un segundo. Tenía puesta la misma ropa. Iba sucio y con cara de resaca. Al verme sus ojos se hicieron aún más grandes. Y ya estábamos abrazándonos.
Martín lo miraba con mala cara mientras Ricardo me hablaba de su vida en Madrid. Hice un conteo rápido de los meses que habían pasado desde que nos despedimos esa noche en la calle. Nuestras palabras de despedida volvieron a mi mente. No nos habíamos mantenido en contacto como prometimos. Sólo habíamos intercambiado un par de mails. Y el último había sido mío. Lo dejé llevar la conversación que se limitaba a sus proyectos. No me asombré de sus logros y de su próxima exposición. Era un chico que hacía lo que se proponía. En las pausas entre un tema y otro me quedé callada. Mi vida no había cambiado casi nada, y aquellos pequeños cambios no habrían sido para contarlos. Así que me limité a fumar, tomar mi café con leche y mirarlo a los ojos.
Luego de un silencio pensé en despedirme con un “buena suerte”, cerrando el momento que habíamos compartido el año anterior, pero no me dejó. Pronunció una frase irritante. Prometió llamarme al día siguiente para vernos antes de volver a Madrid. Me dio dos besos y se fue. Al día siguiente me fui a la playa temprano y no volví hasta muy tarde, pues ya sabía desde que lo encontré en la plaza, que no iba a llamar.
Años después, mi Sarita Colonia pasó a mejor vida. Pero yo creo que todo comenzó, mucho antes, con Ricardo Milla.