FIESTA SIN DISFRACES
fotografía x BASEFOTOGRAFAsí pude ser Jennifer Conelly en Laberinto y estar enamorada todo lo que me dio la gana de David Bowie, amor que hasta ahora recuerdo como el primero; ya más grande, fue divertido jugar a ser la caprichosa Sacrlett O’hara o la traviesa Faye de Chunking Express soñando con viajar a California. Me gustó jugar a ser la princesa Elisabeta, por la que el conde Drácula de Coppola navegó “océanos de tiempo” para encontrarla; Clementine de Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Charlotte en Lost in Translation, Valentine en Rouge o Natalie Portman en Closer. Y la lista sigue. Si agrego, además, a personajes de la literatura y la música ésta puede seguir hasta el infinito. La Alejandra de Sábato, la mujer del insomnio de Banana Yoshimoto, Elizabeth Bennet, la gélida princesa Turandot, Holden Caulfield caminando por Nueva York, la golondrina del Príncipe Feliz, entre millones más de figuras que desfilaron por algún lugar de mi mente.
Esta especie de disfraces imaginarios creo eran una especie de tubo de escape de la realidad. Prefería ser esos personajes que tanto me gustaban, a ser yo. Pero en la vida real, no hay otra, no hay mundos paralelos, ni pequeños cosmos inventados, ni fantasías que duren lo que dura una fantasía, porque queramos o no, lo quiera o no, aquí somos nosotros.
Claro, esto no pasa siempre. Creo que independientemente de la edad, experiencias, currículo emocional, cuando conocemos a alguien, por lo general queremos presentar al “mejor yo”. Y resulta halagador -para el otro-, y querer presentarlo -para uno-, pues eso significa interés y ganas de gustar. Pero, existe también una variedad del “mejor yo” que no puede ser peor, pues despide una falsedad que se huele a kilómetros: “el imposible yo”.
Existe la, para mi, errónea percepción de que los personajes reales son de alguna manera menos divertidos y sorprendentes. Un sábado cualquiera puede ser una noche de Halloween cualquiera. En un solo lugar, podemos encontrar a algunos de los clásicos, sin distinción de sexo ni edad, como el popular el calentador de oreja (así califica mi padre a los charlatanes de barra) o su versión femenina, es decir, esas personas a las que no les basta enumerarte no sólo quienes son, que han hecho en la vida, sino a quienes conocen, en dónde paran y, qué casualidad, siempre conocen a alguien que tú también conoces. Lo más seguro es que si le preguntas a esa persona en común, no tenga idea de por quién le estás preguntando. Pero la jungla no termina ahí. Siguen los que solo quieren figurar, las dancing queens, los chicos indie o anti, los moderns, los pops, los heavys, los nerds, los darks, los punks, los subtes, los chicos de camisa de cuadritos, las chicas de lentejuelas, los hippies, los neo hippies, los chicos que pasan inadvertidos, las chicas invisibles. Todos juntos en una pecera transparente llena de expectativas, que con el pasar de las horas, y algunas veces el alcohol, mueren en el intento si no ha habido éxito en la conquista o la elección del mejor disfraz.
Si sólo fuera cuestión de forma, todo estaría bien. ¿A quién no le gusta la variedad? ¿A quién no le llama la atención alguien diferente? Sin embargo, si llegamos al fondo del asunto, vienen los problemas. ¿Por qué escondernos detrás de una careta falsa para no demostrar en realidad quienes somos? ¿Qué importa si no eres lo suficiente divertido, guapo o atractivo como piensas que debes ser? ¿Qué importa si a la primera no resultas interesante o divertido/a? Quizás esa persona, que te mira desde otra mesa sin atreverse a hablarte, esté buscando lo mismo que tú. Quizás sólo quiera conocerte.
Y pongamos que resulte la unión de dos mentiras, ¿cuánto tiempo se puede pretender ser algo que uno no es? En algún momento él o ella se van a dar cuenta, y ¿qué vas a hacer / qué vamos a hacer? Nos van a conocer. La realidad tira los disfraces a la basura. El maquillaje sólo dura unas horas. Pero con suerte hay un pequeño casi-milagro que sucede más a menudo de lo que parece: que al otro le parezcas de puta madre, así, sin pelucas, trajes, coronas de princesa ni armaduras de príncipe azul o de algún otro color.
Sin querer sonar vanidosa, tengo pequeños atisbos de saber más o menos quién soy, y vaya qué me ha costado reconocerlo. Pensé que nunca lo iba a lograr. Sin embargo, una madrugada de agosto, casi al final de una primera cita, con la cabeza apoyada sobre las piernas de un chico que acababa de conocer en la banca de un parque, lejos del Olivar, con la garúa cayendo sobre nuestras cabezas le advertí: soy terca, ilusa, distraída, temerosa, insegura, un poco torpe, con una memoria reciente catastrófica; soy cursi y romántica, a veces perezosa, solitaria, tímida, retraída, nada diplomática si alguien no me cae, cabeza de pollo, impuntual, entre otras cosas. Él me preguntó si decía todas esas cosas para desanimarlo. Yo le respondí que no, que era para ver si todavía tenía las mismas ganas de conocerme más. Me dijo que sí quería. Buena respuesta. Sin disfraces, las pequeñas fiestas de dos son más divertidas.
¿Nos quitamos el antifaz?
p.s. agradezco a Laura Batticani y Katy Nole (www.basefotografía.com) por las cinco horas de fotos en las que tuve como dieciocho personalidades (o disfraces) para jugar.
Canción para ir sin disfraz
Escucha aquí un extracto de “This picture” de Placebo