Mujeres desesperadas
¿DESESPERADA YO?
Acabo de cumplir 36 años y sé que para muchos ya pasé aquel “período de gracia” que existe entre los temidos 30 y los 35; años de “tardía juventud” en la que aún hubiera podido pescar a un divorciado, a un casado de esos que siempre andan “separados”, algún despistado chibolo de 30, o a algún madurito de corazón joven. Pero no. Contra todo pronóstico, dieron las doce y no me convertí en una momia de lo que un minuto antes fue una mujer, no salí calata corriendo del bar en busca de algún tipo que quisiera “hacerme el favorcito” de ser mi novio, ni tampoco me compré una mecedora, un gato o mi primer juego de palitos y lana para empezar a tejer chompas para mis sobrinitas.
Nada de eso pasó. Al día siguiente solo tenía una resaca horrorosa. No tenía pegado un nuevo código de barras que algunas mentes suelen ponerte encima sin pedir permiso. Para ellas ahora soy el clásico modelo de soltera sin novio “géminis 36” a la que ya pueden llamar sin ninguna vergüenza: “mujer desesperada”. ¿Por qué creen que nos pueden chantar este repelente apelativo? Simple: porque las mujeres desesperadas existen y son ellas mismas las que siguen alimentado su propia leyenda. Yo no me declaro inocente.¿Desperada yo? Dirán muchas. No, jamás. Es vergonzoso reconocerlo; aún más, vivirlo. ¿Desesperado yo? Eso no lo admitirán jamás los chicos, ¿o acaso creían que la desesperación era territorio femenino?, ja!. Para nada. Tampoco es un mal exclusivo de las mujeres solteras de 36 (puedo escuchar la voz de mi abuelita diciéndome: “hijita, la edad no se dice”). Cualquiera puede estar desesperada antes de cumplir 20, en plenos veintes, treintas, cuarentas y sigue la cuenta.
Pero, ¿cómo surge ese mal de nuestros tiempos llamado desesperación?, ¿de dónde sale y se multiplica como canchita en el microondas ese fastidioso estrés que genera la falta pareja? Debo decir que somos lo que autoproducimos. Somos los granjeritos de nuestras propias chacras emocionales. Nos miramos a nosotros mismos y buscamos aquello que nos falta, que creemos que nos falta o que nos parece que deberíamos tener. Este tipo de óptica –a la que le sobra la miopía– se distorsiona aún más por absurdas creencias (“hay que casarse antes de los 30”), presión externa (“hijita, ¿cuándo me vas a dar nietos?”), autopresión (¿cuándo demonios voy a tener novio?”), complejos (“no soy lo suficientemente bonita”, “debo ser un poco corcha”, “me pongo a dieta el lunes”, etc.), vacíos (“no tengo ni un perro que me ladre”), carencias (“nadie me va a querer jamás”), pero el principal causante somos nosotras y las experiencias que vamos dejando atrás, en cada ataque, racha o vida llena de inseguridad.
Imaginen a una naranja que se mira al espejo y solo ve una mitad de sí misma. Está fresca, dulce, jugosa, acabadita de cortar, lista para comer. Ahora imaginen a la misma naranja esperando junto al teléfono durante días, apuntándose en un servicio de citas por Internet o metida en un apretado vestido sintiéndose la más sola de las frutas porque todo lo que hay en la pista de baile son parejas de alegres naranjas completas dando vueltitas. Nuestra media naranja se mira en el mismo espejo otra vez, ve que está un poco reseca, su color ha cambiado. Se comienza a amargar y a desesperar. ¿Cómo es posible que esta naranja sea tan ciega y no se de cuenta de que está entera, qué aún no está lista para entrar al contenedor de reciclaje de alimentos orgánicos, que todavía no es abono de nuevas plantaciones? ¡Pásenle el espejo de la realidad a la naranja!, gritan desde la cosecha vecina, ¡nos está haciendo mala fama!
Yo he observado con mis ojos chiquitos varias terroríficas escenas dignas de un mano a mano de Ripstein versus Haneke. Les cuento tres ajenas y una mía. Una vez entré a la habitación de la chica con la que compartí departamento un tiempo y tenía en su mesa de noche junto a varias velitas y estampitas, a un San Antonio, por supuesto, de cabeza y traído expresamente de Padua. Se compraba ropa como una maniática y se secaba el pelo con la fuerza de una lanzadora de jabalina. ¿Qué paso? Se cansó de regresar siempre sola a casa, se inscribió en necesitomaridourgente@valledeladesesperanza.com, y conoció a su hoy marido por Internet.
Otra. Un día cualquiera, encontré a una ex mejor amiga haciendo su lista del hombre perfecto. Lo más gracioso es que tenía dos columnitas llamadas: interior y exterior. El pobre hombre inexistente en su vida tenía más requisitos que préstamo bancario. Lo más gracioso es que sin poder aguantar la soledad andaba de novia con un chico que era lo más lejano a su famosa listita. ¿Qué pasó? Conoció a un chico que tenía un par de puntos más a favor dentro de su lista e hizo un rápido cambio en el equipo. Como no apareció nada mejor en el panorama y estaba a punto de cumplir 36, después de un corto noviazgo, se casó con él. Dice que es feliz. Después de la última vez que la vi, no sé si eso sea tan cierto.
La tercera, andaba detrás de un hombre al que ella (¿quién más?) llamaba “mi príncipe africano”. Parecía una zombie hipnotizaba que nos hacía acompañarla a buscar al pata que más de una vez le había tirado la puerta en la cara. Después de ocho choteadas el señor rasta, dealer de heroína, sucio y pasado de vueltas la iba a ver. Ella lo bañaba (con Sapolio y una buena escobilla, pienso), dormía con él y le daba de comer. Después de dos días de recibir trato de rey, el pata regresaba a su (sub) mundo y claro que se olvidaba de ella. El día de su cumpleaños número 37, todos la estábamos pasando bien menos la dueña del santo. Llegó el momento en el que todos se pusieron a bailar, menos yo que tenía un tirón en la espalda por el spinning y no podía moverme. Desde mi silla, veía como mi amiga lo llamaba una y otra vez, le dejaba un mensaje tras otro un poco más y rogándole que fuera. Por último se fue de su propia fiesta para ir buscarlo. Regreso a la media hora llorando. Había encontrado a su “príncipe” de juerga con unos amigos en otro bar y le había dicho que se fuera. ¿Qué pasó? Nada. El nunca cambió, ella cambió de país y está ahora inventándose historias con un príncipe de otro color.
La última es mía y me he enterado de que no soy la única en la popular –y triste–“mírate al espejo”. Un día en el que no entendía o no quería entender por qué mi chico me estaba tratando a mis emociones como si fueran la contrincante de la Malpartida en el último round de la pelea del sábado, yo solo atinaba a llorar. Estaba metida de cabeza en la tina de la desesperanza, sin una pizca de orgullo que me salvara de la situación, cuando dejé que el popular cara de sapo aplastado por un tráiler (para mis amigos y familia, que lo odiaban) me pusiera un espejo en la cara y me obligara a mirarme burlándose de mí. Para mi horror, parecía que me estaba mimetizando con el cruel anfibio. Estaba con la cara roja, los ojos hinchados y expresión de loca. Así que con la poca dignidad que me quedaba en un bolsillo, me paré y salí del pantano podrido camino a mi casa. ¿Qué pasó? Esa fue la última vez que le vi la cara al sapo maltratador psicológico.
Habría que darle un ticket a cada persona cuando nace que diga: válida para vivir al borde de un ataque de nervios, pero solo una vez en la vida. Después de utilizado, no volver a caer. Ojalá fuera así de fácil porque la desesperación puede llevarnos a límites insospechados, esos capítulos de nuestras vidas que, como trapitos sucios, escondemos muy bien. Pero ya lo saben, alerta. Nada nos salva de meternos en situaciones que nos hacen actuar como psicópatas.
No olvidemos tampoco a las desesperadas en silencio. Sí, las enclosetadas. Estas deben sufrir más que el resto, pues por último, las que alguna vez gritamos, lloramos, rogamos, nos angustiamos, pedimos, damos una y otra oportunidad, pero lo sacamos fuera del organismo. Así nos queda el recuerdo del papelón y existe la conciencia de haber sido unas reverendas cojudas alguna vez en la vida. Las que se creen caletas consultan el tarot, a la bruja Sonia, toman pusanga, salen con escotes, plumas y lentejuelas, se pintan los labios hasta quedar como Angelina Jolie después de tres sesiones de Botox, rugen como las tigresas del norte. Vale todo para ir de caza so pretexto de divertirse.
Lo que ignoran es que el sexo opuesto huele la desesperación como los perros al miedo. Y valgan verdades, no hay nada menos atractivo que una mujer desesperada (o viceversa). Detrás de todo ese maquillaje, ropa de amazona y ese discursito de falsa independencia, son fácilmente desenmascaradas, y por lo tanto, descartadas. Pero ojo, son botín valioso para manipuladores e inseguros que ven en ellas presas de fácil conquista. Un poquito de atención y cariño, y bienvenidos al mundo de la dependencia por las razones equivocadas.
Qué curioso es que sean los hombres–muy sueltos de huesos y creyéndose con todo el derecho del planeta–, quienes sentencian con frasecitas burlonas tipo “le falta hombre, macho, marido o sexo” a una mujer con migraña, a las que están pasando un mal día, a las que no les dan ni pelota o simplemente a una soltera por el deporte nacional de joder, cuando ellos son también miembros del Club D.
La otra vez me llamó un amigo desde un matrimonio. Estaba tan borracho, y yo tan dormida, que no podía entender bien lo que decía. Un poco más despierta y algo molesta escuché que lo que trataba de decirme este pata es que estaba en la fiesta de la boda de uno de sus mejores amigos, que él era el único de la mesa que no tenía novia o esposa, y me preguntaba (¿?) con voz de lamento por qué él no se había casado todavía, que qué tenía él de malo. Además del síndrome D, mi amigo tenía el DWY (Dial when intoxicated). Entonces me sacó del sueño y de mis casillas y por primera vez en mi vida no fui su paño de lágrimas y le dije antes de cortar: si no te has casado es porque no te has casado y punto. Al día siguiente tenía 7 mensajes de voz nuevos. Ya le dije a mi pata que ya tengo cómo extorsionarlo, porque en los siete mensajes del Apocalípsis me lloraba, hablaba, lloraba, hablaba y en el último decía: ¡estoy solo, puta madre, ayúdame! Felizmente tenemos confianza y me puedo reír en su cara las veces que quiera, lo que hago muy contenta cada vez que se quiere burlar de mí diciéndome que soy una “tía” cuando me quejo de algo. Claro que soy una tía, pero de Paula, Constanza y Catalina.
He sobrevivido a unas sorpresivamente largas celebraciones por mi cumpleaños número 36. Aunque con el cuerpo y el cerebro recuperándose de los estragos de tanta juerga seguida, vale celebrar lo que se tiene, lo que tengo, y no alocarse por lo que a uno le falta. Yo ya no lo hago.
Celebro que tengo a los Corleone de siempre de mi lado, a mis amigos cerca, a mis enemigos bien lejitos y un ansiolítico, una botella de whisky y un nuevo Ipod violeta de 8G –que me autoregalé– bajo la manga, por si estoy a punto de convertirme otra vez en una mujer al borde de un ataque de nervios. La verdad antes que eso, prefiero ser una chica Almodóvar cualquier día de la semana.
CANCION PARA SALIR DEL CLUB D.
SOFT SHOCK.mp3 – YEAH YEAH YEAHS
Siempre he pensado que Almodóvar pone a sus protagonistas en situaciones límite, debe ser por eso que las mujeres desesperadas abundan. Aquí la magnífica Marisa Paredes, hecha trizas pero siempre vestida de rojo.
Esta es una de mis escenas favoritas de toda la filmografía de Almodóvar. A todas las mujeres (y hombres) desesperados habría que echarles un manguerazo de agua. A ver si se les pasa.
Mi canción favorita del rey del pop. Billie Jean. Mi amigo L (que escribió un muy buen post sobre MJ) y yo estamos de luto.
Muchas gracias a todos los que me saludaron por aquí, por el Facebook y a los que enviaron flores (mi casa nunca se había parecido tanto a una floristería), cuentos, libros, fotos, tarjetas, cartas, peluches y hasta un limpiador de dvd (debe ser para que mi dvd no se canse de abrazarme o para que siga viendo películas), el día de mi cumpleaños. Se los agradezco mucho.