Fray Martín es norteño
Cabo Blanco, 11 a.m. Observar a un lobo de mar durmiendo sobre una roca puede formar parte de una escena normal de nuestras islas costeras. Pero ver a un lobo bostezando luego de una placida siesta sobre una plataforma marina de petróleo podría -quién sabe- formar parte de un extraño montaje.
Pero no. Allí estaban. Sin que nuestro bote los intimidara por un segundo. No uno, sino dos lobos marinos, echados en las escaleras de la plataforma ubicada justo frente al muelle del mítico Cabo Blanco.
Mientras tanto, lo mismo iba sucediendo bajo el agua.Estábamos allí, esperando al buzo Ángel Mimbela, que andaba buscando bajo sus aguas lo que sería nuestro almuerzo: sendos tiraditos de doña Mercedes, preparados en la misma orilla de su Cabo Blanco querido.
De pronto, Ángel salió del agua con el pulgar hacia arriba en señal de triunfo.
Bajo el agua habitan decenas de fortunos alimentándose de todo el ecosistema creado a partir de esos enormes fierros disfrazados de roca y coral. Todos nadaban felices, como si celebraran la visita de Ángel, sin saber que, en realidad, él estaba allí para cazarlos.
A ver si nos entendemos. ¿Toda una flora y fauna de moluscos, algas, aves, mamíferos y peces habitando felices gracias al petróleo?
Suena a milagro, a la mano traviesa de Fray Martín de Porras. Pero no.
Es la sabia naturaleza que, en un gesto más de generosidad y tolerancia infinita, decidió acoger en su seno al buscador de petróleo suponiendo que este respondería el gesto con la caballerosidad que amerita.
Sabia, pero ingenua. Lo que la naturaleza no sabía era que tan solo días antes una plataforma igual a aquella derramó y derramó petróleo por todo el Golfo de México, acabando, de paso, con todo rastro de vida.
Con esto no quiero decir que vaya a suceder lo mismo con la vieja plataforma de Cabo Blanco. Sin embargo, múltiples preguntas invaden nuestro retorno a tierra.
¿Por qué es tan frágil la relación entre la naturaleza y la ciencia?
¿Por qué esa delgada línea entre la vida y la muerte, entre una naturaleza que le dio vida al ser humano y una ciencia creada por el mismo ser humano?
¿No será que de todas las cosas que la naturaleza creó la más imperfecta fue precisamente su hijo predilecto, al que le dio todos los poderes, el ser humano?
¿No se supone que los hombres crearon la ciencia para ponerla al servicio de la naturaleza y no que la naturaleza esté al servicio de la ciencia?
¿Acaso un hombre que es capaz de inventar aviones para luego usarlos para bombardear escuelas está en capacidad de ejercer los amplios poderes y dones que la naturaleza le ha dado?
¿No será que los buenos hombres de ciencia, aquellos que soñaron con que esta estaría al servicio de un mundo perfecto, sin hambre, sin guerras, sin enfermedades, fueron finalmente vencidos por quienes usaron la ciencia para servir a sus más mezquinos apetitos?
¿Será que lo sucedidó en el golfo ha redoblado el control de nuestras plataformas? ¿O es que todo se lo dejamos al abrigo de fray Martín?
Demasiadas preguntas. Quizás el tiradito de doña Mercedes, y su pulpo y sus langostas recién salidas del mar, nos den algunas respuestas.