Con licencia del lector utilizaré la primera persona del singular. Era apenas un jovencito y llevaba un mes como cronista. No podía asumirme periodista, apenas presumir de entusiasmo. Fue el 5 de diciembre de 1973. Por la noche jugaban Huracán y el Santos. Practicando un fútbol exquisito de la mano de César Luis Menotti, el Globo había sido campeón argentino. Dio auténticas exhibiciones y la idea fue hacerle un partido homenaje jugando contra el Santos de Pelé, que simbolizaba lo más excelso del jogo bonito. Llegué esa tarde temprano al diario (Crónica, mi primer amor) y el jefe de Deportes me extendió un carnet de Huracán: “Andá a cubrir el partido”. ¡A mí…!
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Santos no rifaba su prestigio y no se apiadó de Huracán, pese a que estaba de festejo: le ganó 4 a 0. Pero nadie se ofuscó, el hincha aún venía dulce por el título. El cuarto gol fue obra de Pelé, una delicatessen: lanzaron un córner, hubo un rechazo y O Rei, que estaba al borde del área, la tocó con clase por encima de toda la marea humana y la mandó a un ángulo. Luego quiso el destino que, entre muchos otros torneos, asistiera a diez Mundiales; haber visto a Pelé en cancha es mi Mundial número once. Al final fui al vestuario a tomar notas. ¡Era todo tan simple…! Las puertas estaban abiertas y El Atleta del Siglo dando declaraciones semidesnudo, goteando aún por la ducha, cubierto sólo por un toallón, prestándose obediente a la requisitoria periodística. No había guardias ni jefes de prensa intentando impedir que nos aproximáramos a él y le preguntáramos. Y Edson no estaba apurado ni fastidioso, siempre con su sonrisa sana y su cortesía con todos. Ya hablaba claramente en español. Era la maravilla del fútbol de antes: reinaban la sencillez y el romanticismo. Los futbolistas eran corpóreos, verificables, los de hoy parecen hologramas, intocables, etéreos, millonarios, inalcanzables. Pelé fue un genio, pero nunca un divo.
Con once años yo había visto por TV los partidos del Mundial de Inglaterra. Allí no brilló Pelé, en cambio quedé deslumbrado por Bobby Charlton, un zurdo que se deslizaba como en patines por el campo y hacía todo bien, todo útil. También por Beckenbauer, zaguero imperial, si el fútbol tuviera rangos él sería mariscal. Y por Eusebio, la primera pantera africana que asombró al público internacional. Pero en 1970 tuvimos revancha doble: el Mundial llegó en directo gracias a la innovación del satélite y Pelé jugó los seis partidos porque resultó campeón. Haberlo visto en tiempo real es un billete premiado.
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Hasta mediados de los ‘60, Alfredo Di Stéfano era el futbolista que admiraba Europa, por su calidad, sus goles, su polivalencia y su carácter temible y ganador. No obstante, Pelé fue el primer deportista global, su luz se irradió a escala planetaria. El fútbol no había sido universalizado aún (eso fue obra de João Havelange, que lo introdujo hasta en los últimos confines del África, el Asia y Oceanía), pero incluso los países más exóticos y no futbolizados reclamaban su presencia. Y O Rei llevó su magia y su sonrisa. Reivindicó a su raza, reyes rubios se rindieron ante él. Lo contó en “Mi legado”, su libro autobiográfico: “Durante el Mundial de 1958, los niños suecos solían tocarme la cara para comprobar si no estaba pintado, nunca habían visto a nadie de raza negra; no me molestó en absoluto, eso es parte de la inocencia y la pureza de los chicos”. Se transformó en un adjetivo; cuando alguien era muy bueno en algo se decía “Es Pelé”. O en contrario, para reprobarlo: “¿Quién se cree que es, Pelé…?”
El 10 en su espalda conllevó una equivocación generalizada: que ocupaba la función de volante ofensivo; error, aunque no era un 9 de área como Romario o Gerd Müller, jugaba de delantero puro. Seguramente fue el futbolista más completo de la historia por técnica, clase, temperamento y objetividad. Jamás hizo un firulete de más, todo era para ganar. Tenía el pecho de gomaespuma, lo hundía para docilizar el balón y lo dormía. En el toque corto, triangulando, fue sensacional, sorteaba la espesura del área con precisión quirúrgica. Sus paredes con Coutinho fueron antológicas. De respetable remate, mejor direccionado que potente, su cabezazo era excepcional. El gol a Italia en la final de México ‘70 es un prodigio: maravillosa elevación, arqueo del torso hacia atrás para dar fuerza al golpeo e impacto perfecto, artístico, con potencia y dirección. Transformaba su cabeza en un martillo. Sin la misma habilidad o dominio de Maradona o Messi, deslumbraba igual.
Era manso si los marcadores mostraban lealtad, si elegían pegar despertaban el carácter indomable de Edson Arantes. A malo, malo y medio. Quizás lo endureció la grave lesión de Dondinho, su padre, el día que debutó en la primera del Atlético Mineiro y lo fracturaron, tronchando su sueño de futbolista profesional. Pelé se juramentó que no le pasaría lo que a su progenitor. Guapo hasta decir basta, si algo le faltaba como jugador era temor. Entrevistamos a su compadre, Pepe (446 goles en Primera División). Nos dijo: “Todo el mundo quería ablandar al Santos. Los únicos que respondían eran Pelé y Coutinho. Ellos eran bravos. Pelé devolvía todo lo que le daban. Y Coutinho te dejaba dar una, dos, tres patadas… A la tercera te metía un planchazo con todo”.
En ese tiempo se marcaba mucho menos que hoy, pero se pegaba el triple. Y muchos buscaban pararlo a toda costa. Antonio Rattin, capitán de Boca y la Selección Argentina, mantenía un duelo con él, siempre lo marcaba. Una vez estaban esperando un córner y Pelé le propuso un pacto: “Sin pelota, no”. Porque solía recibir golpes de puño mientras llegaba el centro. De frente y con pelota aguantaba lo que viniera. Rattin era hombre de códigos y cumplió: “Nunca le pegué a traición”.
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Si Brasil o el Santos iban perdiendo, O Rei comenzaba a golpearse el pecho, reclamaba la bola, se sentía capaz de torcer cualquier resultado. En aquellas durísimas tenidas con Peñarol por Copa Libertadores, el vestuario aurinegro tenía una consigna inteligente cuando enfrentaban al Santos de Pelé: “Al Negro no lo toquen; si se enoja estamos listos”.
Hasta su aparición, el brasileño era un fútbol considerable, aunque un escalón por debajo del argentino o el uruguayo en el mapa continental, a partir de Pelé se convirtió en el más ganador del mundo. Mejor que eso, en el más admirado. Como los muy grandes, jamás defraudaba. “Nunca jugaba mal, el día que no brillaba era el mejor de nosotros”, vuelve Pepe.
Fue mi ídolo en la adolescencia. Más tarde tuve el honor de compartir varias veces con él. Humildísimo, agradable, siempre destilando grandeza. Ya retirado, se lo intentó estigmatizar como amigo del poder para rebajarlo, una miseria humana. Su imagen es impecable. Nunca se podrá agradecer debidamente su contribución a la popularidad del fútbol. No hay que llorar, el deporte mundial debe levantar las copas y brindar por él, el rey eterno.
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