Durante muchos años los jugadores de la selección peruana se acostumbraron a tener a un padre en el vestuario. En los noventa Juan Carlos Oblitas encarnó esa figura mejor que ningún otro. Era el técnico, pero sobre todo era el papá. Un papá con hijos favoritos (casi todos de Cristal, el Chorri, Maestri, Solano, Jorge Soto); un papá al que le gustaba consentir y proteger, pero que también impartía disciplina en los planteles que condujo.
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Quizá parte del éxito de Ricardo Gareca pudiera deberse a lo mismo: tenía talante paterno. Si no que lo diga Cueva, su hijo futbolístico putativo, a quien instruyó y pulió, como Miyagi a Daniel San, como el Doctor Brown a Marty McFly, llevándolo más lejos de lo que el propio jugador creía que podía llegar. Poco le faltó al volante para llevarle regalos a la Videna cada tercer domingo de junio.
Si me piden arriesgar una hipótesis, creería que la falta de autoestima del jugador peruano promedio, sumada a biografías familiares contaminadas de violencia o afectadas por la orfandad, ha contribuido a que muchos jugadores, incluso a nivel selección, encuentren en estos entrenadores curtidos a sus padres simbólicos.
Si lo vemos desde el punto de vista histórico, no es exagerado decir que en las selecciones peruanas ha funcionado mejor la figura del papá (Marcos Calderón, Oblitas, Markarián, Gareca) que la del hermano mayor (Chemo, Navarro, Ternero, Reynoso). El jugador peruano no reconoce al contemporáneo como superior por más méritos deportivos que tenga, necesita que al mando se ubique alguien experimentado, de al menos una generación mayor. Y si es empático, mejor todavía. Frente a un papá demasiado frío, esquemático o mandón (Autuori, Uribe), de esos que ordenan, pero no inspiran; que enseñan, pero no contagian, los hijos pueden volverse cuervos.
La llegada de Fossati al banquillo blanquirrojo este 2024 me invita a pensar que la actual selección –cuya base ya alcanzó la meta de un Mundial–, más que las lecciones de un padre, ahora quizá necesite las prédicas de un abuelo. No es accidental que esta semana Lapadula –con su inmejorable dejo italiano– haya bautizado al técnico uruguayo como «el Nonno». El delantero, además, ha explicado el origen del seudónimo: «por cómo nos habla, por cómo nos cuida, y por las muchas buenas ideas que nos da».
A los seleccionados que disputaron jugaron Argentina 78 y participaron de la eliminatoria siguiente, ¿quién los clasificó a España 82? El brasilero Tim, un técnico–abuelo que llegó a ponerse el buzo nacional con sesentaiséis años, seis menos que el actual conductor de Perú.
Los abuelos reniegan como reniega Fossati cuando habla de los ‘sapos’ que facilitan información a la prensa. Los abuelos bromean con sus nietos como bromeó Fossati con Guerrero después del entrenamiento en el Monumental. Los abuelos reclaman en voz alta como reclama Fossati cuando a sus espaldas algún bobo se burla de sus canas diciéndole «cagón».
La mayoría de abuelos son guerreros cansados que suplantan la falta de vitalidad con una virtud que en el fútbol resulta tan apreciada como en la vida misma: la paciencia. El Nonno de la Videna necesitará tenerla, pero también buenos argumentos para, llegado el momento, exigirla.