"Darkest Hour". (Foto: AP)
"Darkest Hour". (Foto: AP)
Sebastián Pimentel

Nominada al en Mejor Película, "Darkest Hour" (“Las horas más oscuras”) es el último opus del realizador británico Joe Wright (“El solista”, “Anna Karenina”). Si bien el tema de la participación de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial ya estaba parcialmente presente en “Expiación” (2007), en “Darkest Hour” Wright vuelca por completo su atención en el rol decisivo que jugó Winston Churchill en esta gran conflagración.

Pero "Darkest Hour" no es una cinta exclusivamente de guerra, como sí lo es, por ejemplo, “Dunkerque”, otra contendora al Oscar a Mejor Película de este año. En esta última no hay proceso íntimo, sino acción colectiva, basada en la fragmentación de puntos de vista. La cinta de Wright, en cambio, está más cerca de un drama de Shakespeare al estilo de “Julio César”, con el Parlamento inglés con el aspecto de un foro romano filmado con unos claroscuros contrastados que recuerdan a los de Orson Welles y Gregg Toland en “Ciudadano Kane”.

Desde las hojas del calendario antiguo que marcan los días hasta el mencionado estilo fotográfico, todo rememora a la estética de los archivos visuales de los años 40. Apenas se divisan tonalidades sepias que ceden a un blanco y negro de “film noir” (por este trabajo, Bruno Delbonnel está nominado al Oscar en Mejor Cinematografía). Pero esta estilización visual caería en el vacío si no fuera por Gary Oldman, favorito absoluto en Mejor Actor en los premios de la Academia.

Oldman, cuyo registro a veces tiende a cierta sobreactuación, encuentra un punto de equilibrio en la personificación de Churchill: monstruo político excesivo, teatral, sísmico y lleno de máscaras que al actor de “Drácula, de Bram Stoker” (1992) le calza como un guante. Su trabajo gestual y corporal está en el justo medio del hombre poderoso que encubre su nerviosismo privado detrás del humor negro, el alcohol y el puro, y la performance efectista de un soberbio orador que ha entendido que la política es una puesta en escena.

Otro aspecto notable de Wright es que ha hecho del conflicto político inglés un juego cinematográfico de sombras góticas donde se debaten el honor, el patriotismo y la dignidad tanto popular como íntima. Laberinto de contubernios a media voz –véanse los formidables trazados geométricos de la cámara al acecho del primer ministro y sus contrincantes en el conglomerado militar subterráneo–, siempre con el piano elegante y ansioso que protagoniza la partitura musical de Dario Marianelli.

En esta disputa política son fundamentales otras figuras históricas: Neville Chamberlain (Ronald Pickup) y Vizconde Halifax (Stephen Dillane) tratan de disuadir a Churchill sobre el rol que debería jugar Inglaterra en la guerra. Sin embargo, habría que insistir, esta esgrima verbal no se siente desarticulada respecto a una propuesta estilística embriagadora, operática, pautada por cámaras cenitales, fluidos ‘travellings’ que se asemejan a pulsaciones angustiosas y un montaje que mezcla diversos escenarios: privados, públicos y bélicos.

Pese a estas virtudes, es probable que el protagonismo de Oldman necesite un contendor a su altura. El rol de Lily James, por otro lado, como la secretaria atemorizada de Churchill, es un personaje algo abstracto que falla en representar al pueblo inglés, ese que vemos junto al primer ministro en la lograda secuencia en el metro de Londres. Aun así, la cinta de Wright no deja de ser inteligente, sugerente, fascinante y llena de atmósferas épicas que rodean a una figura entrañable y aterradora. Con su humanidad a veces quebrada, Churchill nos lleva dentro de una especie de túnel oscuro, uno donde se cifra el misterio de un destino incierto y, a veces, apocalíptico.

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