Como otros directores mexicanos de su generación —Alfonso Cuarón o Alejandro González Iñárritu—, no tuvo que pasar mucho tiempo para que Guillermo del Toro sea reconocido por Hollywood. La saga de “Hellboy”, “El laberinto del fauno” y “Titanes del Pacífico” habla de su exitoso paso por la industria más poderosa del mundo, donde además ha sabido hacer respetar sus propias cláusulas artísticas.
“La cumbre escarlata” es una nueva muestra de su talento y cuenta la historia de Edith (Mia Wasikowska), joven aspirante a escritora, amante de los relatos de Mary Shelley y determinada a no ceder frente a la sociedad conservadora de fines del siglo XIX. Es hija de un acaudalado hombre de negocios (Jim Beaver), ya viudo, un ‘self-made man’ que, como él mismo dice, “ha hecho su fortuna con sus propias manos”. Hasta que entra en escena Thomas Sharpe (Tom Hiddleston), misterioso caballero inglés que de inmediato se fija en los intereses literarios de Edith. El cuadro, finalmente, lo completa Lucille (Jessica Chastain), la turbadora hermana de Thomas.
El filme es consciente de su propio marco histórico y de los conflictos de clases que emergen: el padre de Edith simboliza a la Norteamérica pujante, a los “nuevos ricos”, mientras que Thomas Sharpe representa el pasado, la vieja aristocracia victoriana venida a menos. Pero este es solo un aspecto del filme. Por otro lado, la cinta es un decidido homenaje a las películas de casas góticas, desde las más clásicas hasta las más modernas, desde “The Haunting” de Robert Wise o “Rebeca” de Hitchcock hasta “El exorcista” de William Friedkin y “El resplandor” de Kubrick.
Lo interesante es que el filme no es una cita de escenas o secuencias famosas. Del Toro se apropia del concepto general de los grandes clásicos del género, de la poética de los espacios cinematográficos “encantados”, de las latencias siniestras que se adivinan en esas estancias que, cuando son realmente conmovedoras, guardan la violencia de un conflicto humano no resuelto, un drama espiritual que, en este caso, tiene que ver con la relación ambigua de los hermanos Sharpe, así como con la suerte incierta de la heroína.
Después de todo, como dice una línea recurrente del filme, “los fantasmas son solo una metáfora”. La muerte está presente desde el inicio, en tanto que las “apariciones” son solo mensajeras, signos o señales del destino. El espectáculo refinado y detallista se convierte, entonces, en un abrasivo drama de estilo casi operático, que ya no parte —como en otras películas de Del Toro— de la vivencia infantil. Es más bien una procesión —la de Edith— llena de componentes pasionales y sexuales que hacen de su estancia, en la mansión de Thomas, un infierno tan decadente como suntuoso.
“La cumbre escarlata” es un filme sobre la crueldad, pero también sobre cierto tipo de belleza a la vez exuberante y mórbida. Es cierto que por momentos –sobre todo en la primera mitad–, la batalla de Del Toro no está del todo ganada. La belleza de las imágenes parece reclamar una atención que compite con el interés, a veces no del todo logrado, que puede suscitar la trama que se va tejiendo entre Edith, su padre y los hermanos Sharpe. Sin embargo, Del Toro remonta esas dificultades cuando la película se centra en la enorme mansión de Thomas y Lucille, ubicada en una montaña roja del norte de Inglaterra, en la que la nieve se tiñe de la arcilla escarlata sobre la que se edifica el antiguo recinto.
Guillermo Del Toro es uno de esos cineastas que —como James Wan, por ejemplo, con “El conjuro”—, no obstante conocer al dedillo los clásicos del género, se atreve a subvertir algunas reglas e imprimir un sello personal. Aunque lo que diferencia a Del Toro es su barroquismo, por el lado estético, y su sensibilidad marcadamente fantástica, por el otro. Nada más lejos del realismo. “La cumbre escarlata” nos lleva a un universo maravilloso y encantado de principio a fin, aunque muy psicológico y cruel. Desde los minutos iniciales, se presenta a la hermosa y sensible Mia enfrascada en sus ilusiones literarias, pero también en un nuevo mundo que es el de la adultez y el de la muerte.
Por último, habría que mencionar el estupendo trabajo que ha colaborado para que este filme sea uno de los más fascinantes del año: un elenco de lujo que permite brillar en toda su dimensión a Mia Wasikowska —no recordábamos una presencia que mezcle esos grados de elegancia, carácter y fragilidad desde la Mia Farrow de “El bebé de Rosemary”—, el vestuario de Kate Hawley, el diseño artístico de Brandt Gordon o la fotografía de Dan Laustsen —que ha logrado algo insólito: hacer un filme gótico ya no desde el blanco y negro expresionista, sino desde un colorido tornasolado donde tanto la melancolía como un desgarrado lirismo conviven en perfecta armonía—.