Existe una tendencia reciente a poner énfasis en el papel de la religión como fuente de violencia política. Es una tendencia tan extendida como errada. De hecho, los gobernantes bajo cuyo mando se asesinó al mayor número de civiles en la historia mundial no actuaron en nombre de una religión. Según “El libro negro de la humanidad”, de Matthew White, esos gobernantes fueron (en ese orden) Hitler, Stalin y Mao Zedong. Stalin y Mao eran ateos, y el fascismo es en buena medida una ideología secular.
En cuanto a la violencia política que sí parece estar asociada a la religión, se tiende a atribuir su causa a la prédica de sus textos sagrados. Nuevamente, una tendencia errada. El punto no es que textos como el Corán o el Antiguo Testamento carezcan de pasajes que en múltiples ocasiones han sido interpretados como una justificación de la violencia. El punto es que desafía toda lógica explicar un fenómeno que cambia en el tiempo (es decir, la violencia política) con base en una causa que no ha cambiado en más de mil años (el Corán o el Antiguo Testamento). Por ejemplo, se suele argumentar que el Corán promete una recompensa celestial a quienes se inmolen en nombre de su religión, lo cual explicaría los atentados suicidas. La premisa de que tal promesa existe es de por sí cuestionable. Pero suponiendo que exista, al Corán no se le ha cambiado un solo punto o coma en trece siglos, mientras que las campañas de atentados suicidas que lo invocan se concentran solo en dos pasajes de la historia (siendo sus principales víctimas los propios musulmanes): la campaña de la secta medieval de los hashashín, y la de Al Qaeda y Daesh en el siglo XXI. ¿Por qué una presunta ‘causa’ que ha permanecido inmutable en el tiempo no produce siempre el mismo efecto? Solo caben dos respuestas: o bien no es la causa de aquello que buscamos explicar o, cuando menos, no es la única ni la principal causa.
Si su justificación en textos sagrados fuese la principal causa de la violencia política, entonces esta no tendría lugar entre quienes profesan el budismo, una religión que no contiene invocación alguna a la violencia en sus textos sagrados. Y, sin embargo, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos acusa hoy al Ejército de Myanmar (compuesto en lo esencial por budistas) de perpetrar una campaña de limpieza étnica contra la minoría rohinya (de religión musulmana). Una limpieza étnica negada por quien se presenta como gobernante de facto de Myanmar (la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi). Por lo demás, los abusos contra los rohingya ocurren desde hace décadas, y monjes budistas han sido acusados de azuzarlos. Por ejemplo, en el 2013 la revista “Time” publicó en cubierta la imagen del monje Ashin Wirathu, bajo el siguiente título: “El rostro del terror budista”.
Las diferencias religiosas pueden suscitar prejuicios y desconfianza, pero por sí solas no bastan para provocar la violencia política. Para que ello ocurra suele ser necesario que coincidan con conflictos distributivos (por ejemplo, por la propiedad de la tierra en el caso de Myanmar), y que estos sean interpretados por actores políticos influyentes como conflictos entre grupos definidos por sus diferencias culturales (como la lengua o la religión).
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