En breve conmemoraremos 490 años de la fundación de nuestra ciudad por el hombre de la estatua errante. Ad portas de cumplir medio milenio, cabe preguntarse por el papel cumplido por la Ciudad de los Reyes (el acto de fundación estaba planeado originalmente para el 6 de enero, cuando el calendario cristiano recuerda la llegada de los reyes magos) en nuestro devenir nacional.
Por un lado, Lima ha representado la continuidad entre las épocas colonial e independiente o, si se prefiere, virreinal y republicana. Que el centro político de países decididamente centralistas como los latinoamericanos sea hoy (con la única salvedad de Brasil) la misma ciudad que fue su asiento de gobierno cuando no eran más que provincias de vastos imperios es una muestra de la consolidación del proyecto colonizador europeo en América y de la continuidad de sus élites, más allá de la brecha entre criollos y chapetones, creada coyunturalmente por estas tierras.
El hecho de que el centro político de nuestro país fuese geográficamente un puerto, y así el nexo entre el antiguo país de los incas y la metrópolis europea, marcó profundamente su destino. No sería su meta la autarquía económica o una organización de la nación hacia adentro, sino la integración al mundo, a cuya dinámica la sociedad y la economía local deberían acomodarse. Nótese que fuimos el único de los países andinos cuya capital fue fijada en una ciudad costera.
No deja de resultar curioso que, durante la era colonial, cuando dicha integración al mundo obró como un mandato imperativo y formal, la capital nunca reunió a más de un 5% de la población, mientras que, en la era independiente, cuando el comercio y las relaciones internacionales fueron acciones voluntarias, su población haya llegado a acumular a nada menos que un 30% del país.
Este desmesurado crecimiento, que básicamente corresponde a los últimos cien años, nos habla, por un lado, del avance de la medicina y los caminos, cuyos vacíos frenaron antes la migración de los peruanos hacia la capital, pero, por el otro, pone en evidencia nuestro sólido y también desmesurado centralismo, que ha hecho de la tres veces coronada villa el lugar de residencia más deseado por los habitantes de esta república.
En nuestra historia económica, Lima ha cumplido un papel modernizador, tanto por su tamaño como por introducir nuevos productos, ideas y tecnologías. Pero en política ha jugado el papel conservador que le correspondía como sede del poder. Fue el estado mayor y el cuartel general del que partieron las órdenes y las huestes pacificadoras que aplastaron rebeliones como la de Gonzalo Pizarro o la de Túpac Amaru, que en los siglos XVI y XVIII intentaron un cambio político significativo. En la hora de crisis de la monarquía borbónica que culminó en el desmembramiento del imperio, su primera opción no fue la independencia, sino un autogobierno moderado, que terminó convenciendo a antiguos radicales como San Martín y Monteagudo, para finalmente ser derrotada por Bolívar.
En la era republicana, Lima no ha destacado como escenario de grandes movilizaciones populares contra el orden establecido. Lo más cercano a ello fueron las jornadas de julio de 1872 contra el intento golpista de los hermanos Gutiérrez, las huelgas de 1975-1977 contra el gobierno militar y, en este siglo, las movilizaciones de julio del 2000 y las que terminaron con el gobierno de Manuel Merino. Pero ningún levantamiento digno de reseña ocurrió durante los tres años de ocupación de la guerra del salitre.
Basadre dijo alguna vez de Arequipa que era como una pistola apuntando hacia Lima. Hoy podríamos decir lo mismo de todo el sur, como una reacción natural contra el centralismo capitalino. Pero la población limeña se compone hoy sobre todo de hijos de migrantes, de modo que algo parece cambiar en el ánimo del peruano del interior cuando se instala en este puerto medio milenario.