Lavado
Lavado
César Azabache

En el 2015 la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) estimaba que el crimen organizado podría lavar en el Perú aproximadamente US$1.500 millones al año. Tenemos una de las tres economías del mundo más afectadas por el narcotráfico y exportamos tanto o más oro ilegal que estupefacientes. Además, todavía estamos atrapados por los efectos corrosivos de la corrupción sobre el sistema institucional. Y sin embargo, conforme a los registros oficiales, nadie en el país está en prisión por dedicarse a captar y colocar en el mercado fondos de origen delictivo.

Con US$1.500 millones al año inyectados en el mercado, es prácticamente imposible que no existan lavadores profesionales en nuestro medio. Pero son invisibles a nuestros ojos.

Hace pocos días terminó en la Corte Suprema un debate muy importante sobre estos asuntos. El pleno de jueces penales del más alto tribunal decidió abandonar una teoría, hasta hace poco muy aceptada entre expertos, que limitaba el alcance del sistema a los lavadores que hubieran tenido información sobre el crimen específico del que provenían los fondos que colocaban en el mercado. La corte ha reconocido que esta teoría limitó el sistema a muy pocos casos y la ha reemplazado por otra, que se satisface con probar, más allá de toda duda por cierto, que el acusado prestó servicios financieros a personas u organizaciones dedicadas al crimen, encubriéndolos.

Soltamos con esto una de las amarras que retenía la expansión del sistema de justicia penal en esta área. Pero el éxito registrado tendrá un impacto muy limitado si no son introducidos otros dos cambios.

El primero tiene que ver con los protocolos de investigación policial que empleamos en estos casos. La UIF hace esfuerzos muy importantes para detectar operaciones de en el sistema financiero. Pero la economía peruana se mueve con una tasa de informalidad cercana al 19% (alta) y con una tasa de bancarización que apenas llega al 28% (baja). La UIF vigila la puerta de acceso de fondos de origen incierto al sistema financiero, pero no puede (no tiene cómo) observar el comportamiento de fondos de este tipo en la economía no bancarizada.

La información que ya genera la UIF tendría un rendimiento muchísimo más alto si modificamos los protocolos de acción de la policía.

Si se trata de comenzar a intervenir sobre servicios financieros clandestinos, entonces hay que comenzar a organizar investigaciones de campo. Para esto se requiere hacer lo mismo que hacía y sigue haciendo la policía antidrogas: infiltrar agentes encubiertos en el mercado, obtener información de delatores y lanzar programas autorizados de vigilancia sobre sospechosos y sobre establecimientos de comercio clandestino. Desde aquí el sistema debería comenzar a organizar casos que se expresen en intervenciones en flagrancia, en detenciones, en fondos recuperados y en personas culpables condenadas por los tribunales.

El segundo cambio que necesitamos introducir se refiere a los protocolos que ahora bloquean la actividad de las fiscalías. Hoy en día el Ministerio Público está atiborrado de casos por lavado que provienen de denuncias de particulares. De hecho, las denuncias de particulares son imprescindibles y merecen ser atendidas con todo cuidado cuando provienen de víctimas personales, en casos de violencia física directa, de contaminación, de trata de personas y de fraudes, por ejemplo. Pero tienen poco que agregar en casos como los de lavado. Y sin embargo las denuncias de particulares en estos casos dan origen actualmente a un complejo proceso que incluye la revisión de registros sobre propiedades, cuentas bancarias y declaraciones de impuestos del denunciado, además de extensos peritajes que no tienen más objetivo que sumar y restar números a ver si, casualmente, se encuentran hipotéticos desbalances patrimoniales.

En lugar de esto, las fiscalías deberían tener espacio para concentrarse en hechos descubiertos por la policía, por la UIF o por ambas. En nuestras experiencias más exitosas de investigación criminal, que incluyen sin duda la lucha contra el terrorismo, las denuncias del público fueron empleadas como un insumo, no como algo equivalente a una demanda civil que requiera atención obligatoria. Para atender y aprovechar denuncias del público en casos como estos basta con un buzón que permita registrar y acumular datos para analizarlos, cruzarlos y estudiarlos con cuidado, relacionándolos con el resultado de indagaciones de inteligencia que deberían mantenerse en reserva hasta que conduzcan, si llegan a conducir, a casos concluyentes. Multiplicar las investigaciones formales de manera innecesaria carece de sentido.

En resumen, para elevar el rendimiento del sistema se requiere ajustar los criterios que emplean policías y fiscales para elegir los casos que deben investigar, priorizando intervenciones en flagrancia, y descargar a las fiscalías del deber de atender denuncias del público sobre presuntos lavados como si fueran demandas judiciales.

Existen muchas formas de crear falsas situaciones de equilibrio. La menos aceptable proviene de no abordar problemas evidentes a tiempo.