Cuando el Congreso peruano eliminó la detención preliminar creyó que había ganado una batalla más al Ministerio Público. Creyó que habían conseguido nuevamente imponerse en esa guerrita pírrica que se han declarado desde hace mucho tiempo los parlamentarios, los fiscales y los magistrados. Poco importó si el precio era liberar a bandas criminales y violadores. Había triunfado nuevamente el llamado de la tribu ruidosa de parlamentarios y asesores terraplanistas que dieron rienda suelta a sus pulsiones más primarias para aprobar una norma tan inmoral como lesiva. Palacio la promulgó sin observación, como lo ha hecho con tantas normas inmorales, en una renovación de los votos matrimoniales de conveniencia que han firmado desde hace mucho tiempo.
Tal fue la desmesura y temeridad de nuestros congresistas que tuvieron que derogarla a solo días de haberla aprobado, pues nuestros jueces habían comenzado a liberar avezados delincuentes. El problema de muchos de los parlamentarios es que son personas que han perdido la decencia, y quien ha perdido la decencia renuncia a querer ganarse la opinión pública y a los votos, solo le queda secuestrar el interés general aprobando leyes execrables. Por eso, en el Perú nadie renuncia. No importa si has hecho una declaración pública infame, si te apropias de la remuneración de tus trabajadores. Te quedas porque saben que, afuera, ni en sus más delirantes sueños serían capaces de ganarse las pequeñas fortunas que han atesorado. La renuncia solo es posible cuando el político desea reanimar a un Congreso o un Gobierno famélico, cuando todavía se conserva algún sentido de decoro en el sistema de representación. Cuando el ‘establishment’ político ha perdido la capacidad de autorregularse para sobrevivir en la próxima elección, las renuncias son inútiles y los agentes políticos que quedan son el ripio inservible que saben que no van a sobrevivir en la próxima elección.
La eliminación de la detención preliminar era solo uno de los muchísimos legados nefastos. El drama es que han secuestrado el interés general con total impudicia. Pocas veces ha existido tanta concordia en la reprobación del Congreso y el Gobierno, y pocas veces ha existido la misma ineludible sensación de impotencia de que nada va a cambiar en el corto plazo.
Un país donde la discusión política gira en torno a las operaciones estéticas de la presidenta y la restitución de la pena de muerte es un país que no solo ha perdido el sentido de la urgencia, sino que ha convertido su discusión política en el ejercicio prosaico de examinar una excrecencia para que los especialistas adviertan que huele mal y debe eliminarse como los residuos orgánicos. Quienes han comprendido eso mejor que nadie son nuestros jóvenes que han abandonado el país en el 2023 y el 2024 en cifras récord. Quizá ellos entienden que nada bueno debemos esperar del 2026 porque desde hace mucho tiempo tiene colgado la advertencia que está en el frontispicio del infierno de la “Divina comedia”: “Los que entran aquí abandonad toda esperanza”.