En relación con los otros poderes e instancias del Estado, el Congreso tiene una particularidad importante. Es la única institución responsable de reformarse a sí misma cuando llega a situaciones críticas. Ello demanda un mayor nivel de responsabilidad, fiscalización y desprendimiento entre sus miembros.
Sin embargo, lo que se observa es lo contrario. El encubrimiento interno de legisladores hacia sus colegas sobre quienes pesan evidencias más que contundentes de actos ilícitos es la moneda corriente. Como recordó ayer este Diario, el fiscal de la Nación, Juan Carlos Villena, ha presentado siete denuncias constitucionales este año contra parlamentarios acusados de recortar los sueldos de sus trabajadores. Increíblemente, ninguna de estas ha pasado siquiera el primer filtro de la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales (SAC). En total, son 13 denuncias por este delito. Sin levantamiento de inmunidad de parte del resto de escaños, el Ministerio Público no puede pasar a ningún congresista a la etapa de investigación preparatoria.
Son varias las bancadas que tienen o han tenido algún legislador en estos trances (aunque Alianza para el Progreso es donde se halla la mayor cantidad). Eso explica en parte la trasversalidad de la práctica: abundan los rabos de paja. La SAC, en consecuencia, arrastra los pies. Las denuncias contra Rosio Torres (APP), Magaly Ruiz (APP) y Katy Ugarte (Bloque Magisterial), por ejemplo, llevan cerca de seis meses estancadas. Ugarte, dicho sea de paso, presentó hace dos semanas un proyecto de ley diseñado para intimidar a potenciales denunciantes de malas prácticas.
Esta dilación favorece a los acusados. Les permite destruir evidencia, influir en testigos, preparar coartadas, consolidar alianzas y eventualmente lograr la prescripción del presunto delito. El poder de los congresistas para alterar el curso normal de una investigación, además, no es el mismo que el de cualquier ciudadano. Si disponen de tiempo a su favor, la labor para la justicia va cuesta arriba. La estrategia obvia es pasar los hechos por agua tibia hasta que el siguiente período congresal esté a la vuelta de la esquina y sea muy tarde para que las sanciones políticas hagan efecto.
Así, por si no fuese suficiente con la aparente normalización de una práctica tan funesta como el recorte de sueldo a los trabajadores, un buen grupo de parlamentarios espera también que ahora se normalice el encubrimiento en sus salones. La actitud los convierte, por lo menos desde un punto de vista político y moral, en cómplices de mochasueldos.