Editorial El Comercio

El 10 de enero, según el artículo 231 de la Constitución venezolana (ese documento que ha sido sistemáticamente pervertido por los regímenes de y), debe jurar el nuevo presidente de . Como todo el mundo sabe, dicho membrete le corresponde al diplomático Edmundo González Urrutia, que según el 83% de las actas recuperadas por la oposición ganó los comicios del 28 de julio pasado con más de 30 puntos de ventaja sobre Maduro. De manera nada sorpresiva, sin embargo, la dictadura se ha negado a reconocer la derrota o tan siquiera a permitir que un organismo independiente audite los resultados. Y a poco del día D, sus voceros vienen emitiendo más bien señales de que no permitirán que la voluntad de la ciudadanía venezolana se cumpla.

Desde hace meses, por ejemplo, Diosdado Cabello, número 2 del chavismo y actual ministro del Interior y Justicia, viene mostrando en televisión nacional las esposas que dice le pondrá a González Urrutia si regresa a Venezuela (de donde salió en setiembre bajo amenaza de ser arrestado). Y esta semana, el Cuerpo de Investigaciones Penales, Científicas y Criminalísticas de Venezuela –un organismo que carga con un nutrido historial de violaciones a los derechos humanos– emitió una orden de arresto contra el líder opositor y ofreció US$100.000 por información que lleve a su captura.

A todas luces, pues, estamos frente a la amenaza de una dictadura que hace tiempo que dejó de preocuparse por las formas y que utiliza sin rubor todo el aparato estatal para perseguir a quienes osan plantarle cara. Y mal haría la región (o cuando menos las democracias que la conforman) en minimizarla. No olvidemos que el chavismo es una máquina de persecución política que, según la ONG Foro Penal Venezolano, tiene cautivas hoy en día a 1.877 personas y que cuenta además con varios muertos en custodia, tres de ellos en los últimos dos meses. Por lo que sus advertencias no pueden ser tomadas a la ligera…

¿Qué hará América Latina? Es la pregunta que de algún u otro modo será respondida en estos días. González Urrutia no es un opositor cualquiera, no lo olvidemos; es, según las actas electorales, el presidente elegido por millones de venezolanos para empezar a reconstruir su país, por lo que su captura equivaldría a detener la voluntad del pueblo venezolano expresada en las urnas. Una captura que para una tiranía especializada en la persecución política, ciertamente, no resultaría sorpresiva, pero que no por ello la región debería consentir.


Editorial de El Comercio

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