Seis de Enero fue uno de los centro poblados más castigados por el terremoto en Loreto. El suelo quedó trazado por enormes grietas como esta. (Foto: Alonso Chero / El Comercio)
Seis de Enero fue uno de los centro poblados más castigados por el terremoto en Loreto. El suelo quedó trazado por enormes grietas como esta. (Foto: Alonso Chero / El Comercio)
Enrique Vera

El deslizador encalla entre los bloques de tierra y Patrick, de 10 años, echa una ojeada al río Huallaga desde el altar de tablones caídos que antes eran su casa. Viste una camisa de colegio y está descalzo. Detrás de él, sus tres hermanos menores juegan dentro de una larga grieta cimbreada en el suelo. En esta hendidura han quedado parte de sus camas y los palos que sostenían la hamaca donde dormía su madre, Magarith Sangama Dirama.

Lunes 27 de mayo. Ha pasado un día del terremoto de magnitud 8 que sacudió Loreto. Cada una de las 11 casas del centro poblado Seis de Enero, en el distrito de Santa Cruz, Alto Amazonas, es el mismo cuadro de destrucción y penuria en medio de los platanales que las separan. Este es el caserío más pequeño y más pobre de los 42, enclavados al borde del Huallaga, que pertenecen a Santa Cruz.

"Queremos que nos trasladen a otra parte. La tierra acá está partida”, reclama Eljiba Peña, una vecina de Seis de Enero que vivía con su madre, de 84 años. Ahora la tragedia las ha separado. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).
"Queremos que nos trasladen a otra parte. La tierra acá está partida”, reclama Eljiba Peña, una vecina de Seis de Enero que vivía con su madre, de 84 años. Ahora la tragedia las ha separado. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).

Hay que hacer al menos tres horas de viaje fluvial desde la ciudad de Yurimaguas para llegar. La temperatura ahora no baja de 33 grados pero eso a Patrick y a sus hermanos parece no importarles. A ratos corren a las faldas de Magarith y le preguntan si ya preparó el pescado. Son las 12:34 p.m. La que tendrán será su primera comida del día, y quizá la única.

La grieta que ha tragado las cosas de Magarith Sangama es la misma que partió el colegio situado a un extremo del pueblo. Pero el terremoto ha formado más aberturas en aquella orilla del Huallaga. Ahí se han hundido cultivos de yuca o maíz, y otras casas –todas de madera y palos- derribadas por el sismo. Las 39 personas de esta comunidad viven de la pesca y la siembra; es decir, su factor de subsistencia también ha colapsado.

Lo peor, dice Donald Grandez, teniente gobernador del caserío, es que las canoas de la población se quebraron al cuartearse la ribera y ahora no tienen cómo salir del caos. Para llegar a la posta más cercana, en Santa Cruz pueblo, la capital del distrito, los vecinos de Seis de Enero tenían que remar casi dos horas: sus hijos sufren con frecuencia de enfermedades estomacales por el contacto con el agua del río. Ahora mismo hay dos niños que acusan cólicos. Donald cree que su pueblo será siempre un punto imperceptible en el mapa; que nunca llegará el agua potable, la radio o la televisión; que nadie sabrá lo que allí se sufre aunque volviera a ocurrir otro desastre.

Magarith Sangama y su hijo Patrick en el único ambiente de su casa que quedó en pie. Lo han perdido todo. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).
Magarith Sangama y su hijo Patrick en el único ambiente de su casa que quedó en pie. Lo han perdido todo. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).

—Testigos de una pesadilla—

Magarith Sangama azuza el fuego en cuclillas. “Estamos cocinando en la tierra porque el suelo se ha partido”, dice. La madrugada del sismo, cuando todo en Seis de Enero comenzó a crujir, ella cayó con sus hijos menores en brazos por la convulsión de su piso de tablas. “Gateando tuvimos que salir”, repite.

Afuera todo era polvo, tierra movida y gritos. Magarith recuerda que Patrick se precipitó de bruces a una de las zanjas que se abrían con el remezón frente a su vivienda. Allí donde ahora juegan los hermanos del niño.

Andrea Mozombite abraza a su hija más pequeña. Dice que fue ella quien la despertó cuando su techo comenzaba a vibrar. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).
Andrea Mozombite abraza a su hija más pequeña. Dice que fue ella quien la despertó cuando su techo comenzaba a vibrar. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).

Desde el único ambiente de su casa que ha quedado en pie, la mujer apunta con el índice izquierdo al techo de calaminas que también está por caer. Luego señala, a unos 25 metros, las correrías de los hijos de su vecina Andrea Mozombite Pérez. Son seis pero, al contar lo que pasó, Andrea solo abraza a la más pequeña. Dice que fue ella quien la despertó cuando las vigas de su cubierta de esteras empezaban a vibrar.

—Temor y espera—

Días antes, al final de una actividad por el Día de la Madre, la maestra de la escuela del caserío había pedido a sus alumnos que siempre sean sus mamás las primeras en saber de sus grandes temores. En eso pensó Andrea Mozombite cuando la niña que ahora abraza corrió a su lado a decirle que aún no quería morir y le pedía que fueran a la escuela para protegerse.

“Afuera me soltó. Se iba para atrás, a la chacra, y volvía; pensaba que todo ocurría solo en nuestra casa. Yo debía ayudar a mis otros hijos que se chocaban al salir ”, cuenta.

Ella ya ha sacado todas las maderas que fueron la construcción que albergaba a su familia. Por estos días duerme con sus hijos en casa de Eljiba Peña, una mujer que camina con dificultad por una antigua lesión en la pierna derecha.

Los vecinos de Seis de Enero ya han sacado lo poco que les quedó en sus casas. Casi todas sus cosas se han hundido en las grietas. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).
Los vecinos de Seis de Enero ya han sacado lo poco que les quedó en sus casas. Casi todas sus cosas se han hundido en las grietas. (Foto: Alonso Chero / El Comercio).

Eljiba vivía con su madre, de 84 años, pero horas después del terremoto consiguió enviarla en una embarcación que pasó por Seis de Enero con dirección al distrito de Lagunas. No sabía que allí la catástrofe era igual o peor. Ahora que se ha enterado, la aflige más la imposibilidad de salir de su pueblo y no conocer qué pasó con su mamá.

“Queremos que nos trasladen a otra parte. No podemos seguir aquí. La tierra está partida”, reclama. Mira las canoas rotas y vuelve a pensar en su madre: “Qué será pues, ya no sé si volverá”.

A un costado, desgarbado, monosilábico, Wilton Amasifuén Casanoque escarba en la tierra y levanta trozos de calamina. Busca los platos de su esposa, Nelia, 10 años mayor que él. Hay algunas tazas sobre el suelo húmedo que debe haber encontrado así. Mueve apenas la cabeza para responder que sí, que también lo ha perdido todo. Voltea, vuelve a hurgar en el desastre. “No somos nada”, dice bajito. Y se va.

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