Jesus Osorio Calderon

Cuando compré mi primer departamento, creí que estaba haciendo todo bien. Con el entusiasmo de un novato de mirada horizontal, tomé la decisión que cambiaría –para bien o para mal– el destino de nuestro pequeño edificio: creé el grupo de WhatsApp de vecinos. Imaginé, entonces, un panorama con mensajes cordiales, acuerdos rápidos sobre el convivir diario y hasta algún intercambio de recetas. La convivencia digital, pensé, sería la novedad que nos diferenciase de otras torres y la matriz de nuestra comunidad. Pero lo que parecía una utopía vecinal se transformó, con el paso de los meses, en un foro caótico donde los saludos matutinos competían con quejas interminables sobre el ruido, debates filosóficos sobre por qué estacionamos mal un vehículo o la razón por la que celebramos Halloween y no el Día de la Canción Criolla. Y aunque también se hacían demandas razonables como cuando un familiar de un propietario entró a la piscina ebrio o cuando hurtaron las mangueras contra incendios del edificio; lejos de ello, las conversaciones eran largas y hasta rreiterativas.