Una extraña sensación de calma se percibe en Santiago de Chile. El ritmo con el que se mueve la ciudad, pausado y armonioso, resulta ajeno para alguien que llega de un país cercano (poco más de 3 mil kilómetros separan a Lima de Santiago) pero que está acostumbrado a vivir en medio del desorden propio de la falta de educación vial.
Ante la necesidad de salir del tráfico, los conductores santiaguinos no tocan el claxon. Tampoco hay policías de tránsito haciendo sonar su silbato. Y los buses de transporte público -¡qué maravilla!- siempre estacionan en el lugar indicado. A diferencia de otras ciudades de la región, parece que la capital chilena funciona en piloto automático. Pero, sobre todo, genera la impresión de que está diseñada para respetar a sus ciudadanos y a quienes la visitan.
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Para este viaje alquilé un departamento por Airbnb en la comuna de Providencia (económico y bien ubicado). Desde aquí podemos movilizarnos con facilidad hacia el centro histórico y a otros puntos de interés turístico. El Metro será nuestro medio para llegar a los lugares que queremos conocer. Solo hay que comprar una tarjeta en cualquiera de las estaciones y mantenerla cargada. El precio del trayecto varía según la hora, costando un poco más cuando hay mayor demanda.
En nuestro primer día, el camino nos conduce al Palacio de la Moneda. Tras el golpe militar de 1973, la sede de gobierno de Chile recuperó gran parte de su estructura original y hoy proyecta una arquitectura neoclásica. En la Plaza de la Constitución se puede apreciar el Monumento a Salvador Allende y en los alrededores se asientan importantes edificios, como el del Banco Central de Chile, el Ministerio de Justicia y la Intendencia de Santiago.
Desde este punto, la calle Morandé nos lleva a la Plaza de Armas. En el 2014, este damero pasó por un proceso de remodelación y se acondicionaron más áreas verdes de las que había. En su entorno se ubican las sedes del Museo Histórico Nacional, la Catedral Metropolitana y la Municipalidad de Santiago. Unas calles más allá, en el cruce de Puente y Catedral, operan una serie de comercios de origen peruano.
Salimos a la avenida O'Higgins y nos topamos con el Cerro Santa Lucía, uno de los parques públicos más visitados de la ciudad. La historia cuenta que fue aquí donde el conquistador español Pedro de Valdivia fundó la ciudad de Santiago de Nueva Extremadura, el 12 de febrero de 1541.
Siguiendo por O'Higgins, tras varias cuadras de caminata, llegamos a Bellavista. El barrio tiene una onda bohemia/cultural/ hípster y es ideal para relajarse tomando unas cervezas. La Casa Museo La Chascona, donde vivió el poeta chileno Pablo Neruda, es uno de los lugares que concita mayor interés. Entrar tiene un costo de aproximadamente 10 euros.
Estando acá, decidimos comer en el tradicional restaurante ‘Como agua para chocolate’, donde probamos una cazuela de camarones y unas fajitas de mariscos. Nota aprobatoria. Más tarde, al caer la noche, entramos al bar La Fraternidad (el ingreso es gratis para extranjeros hasta la una de la mañana). Suenan los ritmos de moda: electrónica, trap y reggaetón. El ambiente, divertido y relajado, nos invita a quedarnos toda la madrugada.
TURISMO URBANO
La noche santiaguina es intensa. A la mañana siguiente, nos despertamos al mediodía con hambre y un poco de resaca. En busca de qué comer, nos dirigimos al Mall Costanera Center, en Providencia. Es el segundo centro comercial más grande de Sudamérica y su complejo posee un rascacielos de 300 metros, la Gran Torre Santiago, el edificio más alto de toda la región.
En la zona de comida, un milagro aparece para impulsar nuestro segundo día: el restaurante ‘Barra Chalaca’, de Gastón Acurio. Pedimos leche tigre, ceviche, arroz con mariscos y chicha morada. Por un momento nos sentimos como en casa. El mozo se percata de que somos peruanos y nos consulta si nos gustó la comida. Respondemos que sí y, con no poca modestia, añadimos: “es la mejor del mundo”.
Muy cerca del centro comercial se encuentra la estación Oasis del Teleférico de Santiago. Para llegar a este lugar hay que caminar por la calle El Cerro hasta la avenida Andrés Bello. La idea es transportarnos desde aquí hasta la estación Cumbre, en el cerro San Cristóbal. El ticktet cuesta unos dos mil pesos chilenos. Ingresamos a una cabina y en un lapso de quince minutos tenemos a Santiago a nuestros pies. La vista de toda la ciudad es impresionante, con la cordillera de los Andes como telón de fondo.
De bajada tomamos el Metro en la estación Baquedano, pues vamos nuevamente hacia el centro. Más precisamente, al Mercado Central. Declarado Monumento Histórico en 1984, este edificio cuenta con dos pisos y posee restaurantes, botillerías, carnicerías, panaderías, tiendas de abarrotes y de artesanía. Si queremos comprar algún recuerdo de nuestro viaje, este lugar es el indicado.
Aprovechamos que estamos en el centro para perdernos una vez más por sus senderos. Tras ello y, a pocas horas de irnos, nos dirigimos al barrio de Ñuñoa, donde nos han recomendado cenar en el restaurante ‘Don Peyo’, especializado en comida chilena. Pedimos el plato estrella: una plateada (carne al horno) acompañada de arroz, puré y cebolla. El servicio es excelente, pero la comida, aunque con buen gusto, no es nada del otro mundo.
Bien dicen que cada quien cosecha lo que siembra: no tendremos cultura vial, pero siempre tendremos a la gastronomía. //