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Mensajeros del tiempo: Día del Cartero Peruano, 29 de agosto. ¿Conoces su historia?
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Los carteros, claro está, no se han desvanecido del todo; su presencia aún se advierte con el envío de notificaciones judiciales, encomiendas y la crucial entrega física de la correspondencia empresarial. No obstante, la entrañable figura del “señor cartero” ha mutado significativamente. Aquella estampa clásica, como la capturada en la fotografía principal de esta crónica, tomada el 21 de enero de 1971, en Lince, queda en la memoria de quienes convivieron cotidianamente con las tareas de ese noble oficio, cuya día nacional se celebra cada 29 de agosto.
Más allá del sobre o la carta, más allá del paquete que se aguardaba con ansias, cada 29 de agosto, Día del Cartero Peruano, los ciudadanos de este país se detenían –brevemente- para recordar a esos silenciosos peregrinos del asfalto, guardianes de historias y mensajeros de afectos. La tarea de nuestros carteros conectaba vidas a cada paso firme que daban diariamente, y constituyeron un tradición que se ha resistido al olvido.
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CARTERO PERUANO Y SU ANDAR INCESANTE
La formalización del oficio de estos hombres de gorro y maletín en el Perú data de 1897, con la inauguración de la emblemática Casa de Correos y Telégrafos de Lima. Su labor continuó bajo la Dirección General de Correos, activa desde 1916 hasta 1994, hasta consolidarse en la estructura actual de Serpost, en funcionamiento desde 1995.

Setenta y cinco cuadras al día caminando, decían los antiguos carteros. Más que un trabajo era una maratón de la memoria, un ejercicio de persistencia diaria que se medía en suelas gastadas y un conocimiento íntimo de cada barrio. Eran los hombres que olían a papel, a tinta fresca y a ese particular aroma de las calles recién regadas.
Su ritmo era el de la ciudad misma, pausado en las mañanas tempranas, febril al mediodía, y sosegado al caer la tarde, cuando la última carta encontraba su destino. Cada timbre, cada golpe en una puerta, era el epílogo de un largo camino, la culminación de un rito que se repetía sin tregua.
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No había pausa para el cansancio, solo la próxima dirección, el siguiente nombre en la lista que aguardaba ser tachado con la satisfacción del deber cumplido. No había GPS ni aplicaciones. Su mapa era su propia mente, y su memoria sabía clasificar un laberinto de calles, avenidas, callejones y pasajes, que se grababan con la repetición y la experiencia.
Los carteros de antaño conocían las casas por los colores, por el ladrido del perro guardián, por la planta de jazmín en el patio. Eran una especie de custodios de la geografía urbana, expertos en atajos y conocedores de los secretos que se ocultaban detrás de cada fachada.

Más que un simple repartidor, el cartero era un personaje casi familiar. En muchos barrios, se le conocía por su nombre, por su historia o hasta por el chiste que siempre tenía a mano. Era el portador de noticias buenas y malas, el primero en enterarse de un nacimiento, de un matrimonio, de una partida lejana. Las cartas eran los hilos invisibles que conectaban a las familias dispersas, y él, el tejedor silencioso de esa red vital.
Aquellos hombres y su trabajo duro, eran testigos mudos de dramas y comedias, confidentes involuntarios de un sinfín de vidas. La correspondencia, a fin de cuentas, era un pedazo del alma de alguien, y el cartero, el depositario temporal de esa intimidad, manejándola con gran respeto. Él era el intermediario, el que transformaba la distancia en cercanía, el que materializaba la palabra escrita en una presencia tangible.
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LEGADO DE UN SERVICIO IMPRESCINDIBLE
Las carteras de cuero, los uniformes discretos y la silueta inconfundible del mensajero han sido constantes en el paisaje urbano durante décadas, un testimonio silencioso de la persistencia de la comunicación física en un mundo en constante evolución.
Los desafíos, por supuesto, han cambiado. La velocidad de la información, la inmediatez de los mensajes de texto, los chats, incluso aún los correos electrónicos y la ubicuidad de los teléfonos móviles, han redefinido el papel de la carta tradicional. Sin embargo, la necesidad de mover objetos físicos, de entregar paquetes, documentos importantes y encomiendas, sigue siendo una tarea ineludible.

La infraestructura postal, los centros de clasificación y los equipos de reparto han evolucionado, pero la pieza central, el eslabón humano, el cartero (hoy se le llama mensajero), permanece como un punto clave de todo el sistema. Su labor no ha sido solo repartir sino organizar, clasificar y, en muchos casos, sortear obstáculos inesperados, como el perro callejero, el buzón difícil de alcanzar, la dirección incompleta. Pequeñas batallas diarias que las libraban con ingenio y experiencia.
EL CARTERO EN LA ERA DIGITAL
Hoy en día, el cartero se enfrenta a un nuevo escenario. Las cartas personales son escasas, pero los paquetes de compras en línea, los documentos oficiales y la paquetería empresarial han tomado la posta. La mochila es más ligera de cartas y sobres, pero más pesada de cajas y envoltorios.
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La tecnología ha traído consigo nuevas herramientas, desde dispositivos móviles para la confirmación de entrega hasta sistemas de seguimiento que permiten al remitente y al destinatario conocer el estado exacto de su envío. Pero el oficio se ha adaptado, sin duda.
Hoy nuevos “carteros” con otras herramientas, quizás ya no caminen exactamente las mismas 75 cuadras con solo cartas, pero sus rutas están optimizadas, sus vehículos son más eficientes y su misión igualmente vital. Siguen siendo los intermediarios, los que hacen posible que el comercio en línea funcione, que un regalo llegue a tiempo o que un medicamento urgente alcance su destino. Son, en esencia, la extensión física de un mundo cada vez más digitalizado.
Cada 29 de agosto, Día del Cartero Peruano, es una oportunidad para rendir homenaje a estos incansables trabajadores. A los que fueron y a los que son aún.











