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El faro de un solo ojo: la historia gatuna que Sofocleto escribió en 1954
El 8 de agosto se celebra el Día del Gato en todo el mundo. Y aunque las redes sociales se llenen de fotos graciosas y memes felinos, hay un gato que brilla con luz propia en la literatura peruana: el gato eléctrico de Sofocleto.
El faro de un solo ojo: la historia gatuna que Sofocleto escribió en 1954
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En homenaje a estos silenciosos compañeros de mirada profunda y ronroneos penetrantes, recuperamos una joya escondida en las páginas de El Comercio. Se trata de un cuento publicado un domingo de noviembre de 1954, en el suplemento Dominical. Luis Felipe Angell, más conocido como “Sofocleto”, periodista y escritor de esta casa, fue capaz de hacer del absurdo una herramienta crítica y del humor una forma de ternura. Así, “El Gato” no es solo un relato de terror o suspenso; es también una forma de ver el mundo: aquella que no pierde la curiosidad ni el misterio ante las cosas o los animales de la vida cotidiana. Aquí hay un gato con un faro en vez de un ojo. Un animal tuerto y brillante que alumbra cenas, persigue ladrones y termina envuelto en franela bajo una luna también tuerta. Es ficción con aroma gatuno. Releer a Sofocleto de esta manera es un acto de justicia literaria. Porque su sentido del humor negro no envejece; solo espera, agazapado, como un gato inteligente, el momento exacto para saltarnos y llevarnos a la lectura y así pensar y disfrutar gatunamente.
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Publicado por Luis Felipe Angell (Sofocleto), el domingo 14 de noviembre de 1954
“El Gato”
El gato es como un resorte forrado en terciopelo.
De noche, cuando todo está oscuro, el gato enciende sus ojos aprovechando la electricidad que tiene en el lomo y recorre con ellos todos los rincones de la habitación, buscando como hacen en las cárceles con los reflectores, la presencia de un ratón aficionado a la vida nocturna. Yo tuve un gato tuerto. Y de noche, como encendía solamente un ojo, nunca se sabía si el gato estaba arriba o abajo de ese ojo. Una vez vi dos ojos prendidos en la oscuridad. Entonces encendí la luz y encontré dos gatos. El mío y otro. Los dos eran tuertos. Los dos, un año antes, habían recibido la misma patada del mismo vecino, que quiso darle a mi gato en medio de los dos ojos, pero que le dio a un ojo en medio de los dos gatos. Total, los dos quedaron tuertos.
Como vivía en una provincia de la sierra, donde solo teníamos gato el Juez, el párroco y yo, decidí quedarme nomás con mi gato tuerto. Y mi gato andaba de aquí para allá, con un solo farol en la cara. Pero como mi gato tenía corriente eléctrica para dos ojos, el que le quedaba bueno iluminaba por valor de doscientas bujías. Y a veces yo estaba dormido y venía el gato y me miraba de cerca. Entonces yo creía que era de mañana y me vestía bajo la luz del gato. Bueno, en dos meses me salieron unas ojeras tan grandes que la cara se me puso media morena. Pero le tenía cariño al gato y no quería abandonarlo, de manera que le puse un esparadrapo en el ojo para que no me molestara de noche. Sin embargo, como su luz era tan potente que atravesaba el esparadrapo y el gato todo adquiría un aspecto tan espeluznante que no tuve otro remedio que volver a ponerle el ojo en circulación.
Una noche lo puse en la calle. Me dio la impresión de un automóvil en miniatura, que con su enorme faro buscaba huellas. Me conmovió y lo volví a meter en la casa.Sin embargo, buenos servicios me prestaba el pobre. Una vez se malogró la luz en el pueblo y yo tenía invitados a comer. Sin luz no podía haber comida. Entonces subí al gato sobre el aparador y así pudimos comer con buena luz. Lo único, que cuando estábamos en el café al gato le entró sueño, y cerraba los ojos dejándonos a oscuras… Entonces, el Juez le hacía “¡pist, gato!” y el farol volvía a prenderse. Así terminamos la comida, y al final acompañé a mis invitados hasta la puerta, llevando al gato bajo el brazo para alumbrarles el camino. Otra vez se metió un ladrón. Eran como las tres de la mañana y, como el gato dormía, la casa estaba completamente a oscuras.
Mi linterna se había malogrado, de manera que agarré al gato con una mano y, tapándole el ojo con la otra, bajé las escaleras despacito hasta que vi la sombra del ladrón en el comedor. Entonces le di el alto y destapé el ojo del gato. Por unos instantes el ladrón se encandiló, pero luego, me disparó una luz poderosísima a la cara y me dejó momentáneamente ciego. Entonces mi farol, digo, mi gato, se me escapó de las manos y se subió a una repisa. Y allí se quedó como una lámpara de minero contemplando el aparador donde estaba la carne.
Yo no sabía qué hacer. Y allí me hubiera quedado toda la noche de no haber ocurrido algo realmente notable. La linterna del ladrón pegó un salto descomunal y fue a situarse junto al ojo de mi gato, de tal manera que la linterna y mi gato parecían un solo gato con sus dos ojos en orden. Comprendí al momento que el ladrón usaba otro gato tuerto de linterna, ignorando que en mi casa había un gato igualmente tuerto. Supuse que el hombre estaría sumamente sorprendido de ver dos luces en lugar de una. Y más sorprendido todavía, viendo que una luz apuntaba fijamente al aparador de la carne, y la otra recorría desesperadamente el cuarto, buscando una salida por donde escaparse.
Como yo le llevaba una ventaja al ladrón, porque yo conocía la existencia de un segundo gato tuerto y él no, aproveché para saltar sobre él y amenazarlo con el revólver. Todo habría resultado perfecto si no hubiera sucedido algo que tanto al ladrón como a mí terminó de desorientarnos. Encima de la repisa donde estaba mi gato y el gato del ladrón, había ahora tres gatos. Es decir, tres faroles. Pero el nuevo personaje debía ser un gato mal alimentado, porque su luz era amarillenta y cada cierto tiempo se apagaba completamente, sorprendiéndonos a todos. Inclusive a los otros dos gatos.
En estas contemplaciones estaba cuando el ladrón, aprovechando mi sorpresa, se escape por donde había venido. Dispuesto a solucionar el misterio, encendí las luces del comedor y, tal como había pensado, encontré tres gatos. Separé el mío y, agarrando al gato sin batería, le froté una franela en el lomo hasta que comprobé que había cargado electricidad. Para comprobar los resultados lo saqué a la calle. Iluminaba hasta más allá de la plaza. Era un misterio saber dónde había perdido el ojo ese tercer gato. Unos meses más tarde descubriría que la patada del vecino alcanzó para los tres animalitos, a ojo por lomo.
La noche siguiente, la muchacha de la limpieza me dijo:
- Señor, atrás, en la bodega de la casa hay un puma. Lo sé por la separación entre ojo y ojo. Debe ser un gran puma porque los ojos están a diez centímetros uno del otro… He visto sus ojos brillar en la oscuridad.
Le expliqué entonces lo que ocurría con los gatos tuertos, y se fue tranquila a sacar un poco de arroz de la bodega. Efectivamente, los gatos estaban más separados que de costumbre. Pero, en fin, nadie sabe lo que pasa entre gato y gato, de manera que no me preocupé.
Al día siguiente organizamos una batida para matar al puma que se había comido a la muchacha de la limpieza, pero no lo encontramos. Fue una espera de días y días, hasta que una noche, contra la oscuridad del patio interior, divisé las dos luces de que me hablara la muchacha. Estaban, efectivamente, a diez centímetros una de otra. Un señor puma. Apunté con cuidado, para darle entre los dos ojos y apreté el gatillo. Estaba seguro de haber puesto la bala entre los dos ojos, pero estos ni siquiera parpadearon. Siguieron mirándonos unos segundos y luego cada uno de los dos ojos se fue por su lado.
Atraídos por el disparo llegaron unos vecinos. Trajeron luces. Sobre las losas del patio había un gato muerto. Lo reconocí en seguida. Era el tercer gato. El que yo había puesto en la calle. Cuando hice el disparo se encontraba entre sus dos amigos. Pero su ojo no iluminaba. Se le había vuelto a descargar el lomo.
Lo enterré en el jardín, envuelto en un pedazo de franela. Y a veces, cuando me asomo al patio para tomar aire, no sé si eso que brilla bajo las ramas es de un rayo de luna sobre la tumba del gato, o es el ojo del gato que mira fijamente, muy fijamente a la luna.
A la luna, que es también el único ojo de la noche.