Andrés Bajón Catalán, Luis Vidaurre Llenque, Miguel Franco Díaz, Alejandro Cruz (capitán), Salomón Calle y José Olmedo Granados partieron del puerto de Salaverry el 26 de agosto de 1992, para realizar sus labores rutinarias, pero a los dos días surgieron los problemas. A la altura de Pimentel, el motor se averió y la nave quedó totalmente al garete.
Sin instrumentos de navegación ni equipos de radio, los hombres de mar esperaron el paso de algún barco que los rescatara. Al tercer o cuarto día embarcaciones japonesas o coreanas cruzaron cerca y a pesar de sus llamados de auxilio no los socorrieron. Las esperanzas comenzaban a esfumarse.
Enclaustrados en la soledad de un mar inmenso, apelaron primero a sus reservas de alimentos y luego a comer pescados crudos y tortugas de mar, de las que bebieron su sangre. Además, el cielo les proveyó de lluvia para satisfacer su sed. “Lo más aterrador fue sentirnos un minúsculo punto en medio del mar, sin saber dónde estábamos ni que suerte correríamos”, declaró el capitán Cruz Suárez tras ser rescatado.
Días interminables en altamar
Desalentados por no avistar tierra, los pescadores salaverrinos decidieron hacer leña con algunos maderos de la embarcación, encendieron fogatas en las oscuras y gélidas noches y aguardaron ser divisados por algún navío.
Pero los días y las semanas transcurrieron y sus familiares, descorazonados, los dieron incluso por muertos o asesinados. ¿Quién puede sobrevivir tantos días perdido en el mar? Lo paradójico fue que la salvación llegó desde arriba. Un avión de la Fuerza Aérea Colombiana detectó la embarcación artesanal y lo comunicó a la Capitanía del puerto de Buenaventura, que difundió la información.
Hasta que el 3 de noviembre de 1992, el buque panameño ‘Golfo de Chiriqui’ puso en cubierta a los náufragos. Los peruanos, que lucían agotados, hambrientos y deshidratados, fueron recibidos en Colombia con asombro al narrar todo lo que hicieron por sobrevivir los días que estuvieron flotando perdidos y olvidados. Enterados familiares y amigos del ‘milagro’, en Trujillo hubo celebración.
Tras los exámenes médicos correspondientes, tres de ellos se dirigieron a Paita. Los tres restantes iniciaron el retorno, obviamente por tierra, hacia La Libertad a través de Ecuador, cuya frontera lograron cruzar el 8 de noviembre, extenuados y con los salvoconductos entregados por el cónsul peruano en Cali. Luego de devorar un estofado de pollo (no querían saber de pescado por un buen tiempo), El Comercio les costeó el viaje a Tumbes, desde donde partieron hacia Trujillo.
El 10 de noviembre, cuando Franco Díaz volvió a ver a su esposa y su hija de nueve meses, se confundió en un profundo abrazo con ellos, mientras vecinos y amigos celebraban su retorno y la ciudad festejaba su regreso con una inmensa banderola que rezaba: ‘Bienvenidos hermanos’. La pesadilla había terminado.
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