Hubo un tiempo en el Perú en que los acuerdos entre el Estado y los diferentes actores políticos y empresariales ocurrían a puerta cerrada. Para ser más específica, en una salita del SIN. La transacción económica (¿para qué andar con eufemismos?) era simple y concreta. La venta de líneas editoriales, de votos en el Congreso y de lealtades y compromisos varios —con la finalidad de preservar el poder— se pagaba al cash con el dinero de todos los contribuyentes.
Actualizando y centralizando un sistema de dones y contradones de vieja data, Vladimiro Montesinos sentó las bases de una cultura política basada en un par de premisas. Todos los peruanos tenían un precio y el capitán del Ejército, juzgado por traición a la patria, guardaba las pruebas para gritarlo a los cuatro vientos. Una visión pesimista de la vida y de la naturaleza humana colaboró a que el hombre más poderoso del fujimorato institucionalizara un sistema sin ideales y sin proyectos trascendentes porque la plata contante y sonante lo resolvía todo.
Junto con la mercantilización y degradación de la política, Montesinos introdujo la confusión. Esa niebla de la guerra, como la llaman los militares, que para el caso peruano fueron los psicosociales de los periódicos chicha. Su finalidad: manipular a la opinión pública, distraerla de los temas importantes mediante un centenar de historias truculentas que duraban menos de una semana.
Mientras ello ocurría, el gobierno iba copando uno a uno cada espacio de poder. Al que protestaba, se le acusaba de algún crimen para sacarlo de carrera. ¿Quién no recuerda la campaña de demolición contra Alberto Andrade? ¿O aquella que eliminó a todos los candidatos presidenciales menos a Alejandro Toledo, hoy prófugo de la justicia? En su deseo del dominio absoluto (¿alguien ha olvidado el acta de sujeción a los institutos armados?), Montesinos, eximio operador del ex presidente Alberto Fujimori, desbarató lo poco que quedaba del sistema político peruano al que se le dio el puntillazo final en 1992.
Una imagen que me quedó grabada del voraz incendio de Las Malvinas –que se llevó la vida de conciudadanos esclavizados por un tal Jonny Coico– es la del bello monumento al Dos de Mayo. Envuelto por el humo negro, la alegoría de la república victoriosa contra un imperio que regresa para recapturarla, alude a un enfrentamiento aún no resuelto en el Perú.
Porque, ¿de qué sirve celebrar el bicentenario de la Independencia sin antes liberarse de aquellas lacras que indignaron a nuestros padres fundadores? Entre ellas, la corrupción, el sistema de privilegios, las dinastías familiares, la explotación, la ausencia de justicia para los más débiles y el manejo de la prebenda de parte de una casta burocrática a la cual lo único que le interesa es preservar el poder. Las patéticas declaraciones de esa vergüenza nacional llamada “contralor general de la República” respecto a su “parque automotor familiar” mientras lucha por su vida —lanzando amenazas a diestra y siniestra— es una prueba al canto de que Vladimiro Montesinos dejó seguidores que hoy operan en la entraña misma del Estado Peruano.
Solo con un proyecto nacional —dotado de metas e ideas concretas— lograremos sustituir al lumpen político que nos desborda y —por qué no decirlo— nos duele tanto. La ignorancia rampante de muchos de nuestros congresistas unida a su incapacidad de entender que ellos sirven al Perú, y no a una fuerza totémica, todopoderosa y distante, nos está llevando al despeñadero.
Por otro lado, el gobierno debe comprender que la reactivación económica no se logrará sin un horizonte cultural que ayude a superar la contingencia que todo lo devora. Ante la arremetida de un modelo instaurado hace más de veinte años y perfeccionado por la ausencia de partidos que redefinan la cultura política hay que volver a la reforma del Estado con la Constitución en la mano, defendiendo el bien común y manteniendo a raya a los mercantilistas que, como de costumbre, pretenden mermar de su cercanía con el poder.
Convocar a los peruanos de buena voluntad (que existen en todas las tiendas políticas) y redirigir las energías en pos del bienestar del Perú es el mejor homenaje a los que nos legaron la República. Porque más allá del estilo gangsteril de Montesinos que muchos peruanos nunca olvidaremos, el ex jefe del SIN imaginó un Perú sombrío e indigno donde la plata y no la patria era lo que verdaderamente contaba. Tal como Abimael Guzmán, desde su cantera, nos llevó a un mundo apocalíptico concebido en su mente criminal. Es momento de imaginar un nuevo Perú. Aprovechemos esta crisis, que ocurre a cuatro años del Bicentenario, para afirmar los valores de la república que, tal como la fotografía de la estatua de la Plaza Dos de Mayo, tomada en pleno incendio, sigue mirando desafiante hacia el cielo. Esto a pesar del egoísmo, la irresponsabilidad y la cultura mafiosa que amenaza con aniquilarla.