
No fue una entrevista, fue una persecución. La mañana del 27 de agosto de 2009, cuando la Universidad Nacional Mayor de San Marcos distinguió al escritor brasileño Rubem Fonseca (1925-2020) con la medalla de doctor honoris causa, o por la tarde, entre los platos de un sofisticado restaurante limeño, o por la noche, rodeado por un centenar de lectores que lo abruman con preguntas y libros para firmar. Con 84 años entonces, se movía con una vitalidad felina.
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Se lo preguntamos directamente: ¿Hace cuánto tiempo que no da una entrevista? El escritor se toma su tiempo para responder: “Una vez di una... Hace treinta años”.
Después de dos años y medio de gestiones se había concretado su visita. Hacía muchos años había recorrido el Centro Histórico, aunque no podía calcular cuándo. Solo recuerda a un impaciente Mario Vargas Llosa, quien entonces le servía de guía, apurando su paso. Secas y directas, pero también sencillas y sabias, fueron sus palabras empleadas por Fonseca para departir, medalla en pecho, con el auditorio. Fonseca hablaba un portuñol que a veces no se entiende. Pero él repetirá sus palabras hasta ser comprendido. Dice: “Yo soy un peripatético: hablo mejor cuando estoy caminando”. En efecto, el escritor se levantó de la silla, evade el atrio de honor y camina mientras lee las tres páginas de su discurso.
A Fonseca nunca le hicieron gracia los periodistas. “¿Para qué perder el tiempo con ellos? Siempre preguntan lo mismo”, me dijo. Afirmaba que no leía nunca lo que los periódicos publicaban sobre él. “Solo leo las páginas deportivas (recuerdo de sus días como jugador en las divisiones menores del club Flamengo). Y después las de política. Nada más”, me dice durante el almuerzo. Sin grabadoras, sin libretas de apuntes.
Su esposa había muerto doce años antes. Tenía tres hijos. Y mientras más viejo se hacía, más le atraían las mujeres, me confiesa. Responde de manera directa cuando le pregunté sobre sus escritores de cabecera: Maupassant, Kafka, Borges, o cómo aprendió a leer sin ayuda a los cuatro años. “Puedo captar palabras enteras sin tener que dedicarme a leer letras, lo que me hace leer muy rápido. Un promedio de cien páginas por hora”, dijo.
Recordó a su amiga, la escritora Clarice Lispector. Había ido a verla al hospital poco antes de que muriera. “No me dejó entrar porque decía que se veía muy fea”.
Para entonces, Fonseca ya no bebía, también había abandonado el cigarro. Antes gozaba con los habanos y la cachaza. Entonces comía poco, pero en Lima se vio obligado a romper su régimen. “A esta edad comer hace daño”, dijo mientras el mozo del Astrid y Gastón le explicaba la compleja carta. Al escritor le gustaba oír sus atentas explicaciones. Cada plato le despertaba curiosidad infantil.
Igual de curioso se mostró al pasear por Lima. Comentó feliz el haber conocido el Convento de los Descalzos. “En lugares en que se habla español me siento como en casa”, dijo. Curiosamente, hubo una época en la que pensó radicar en Estados Unidos y hacer carrera como guionista. “El inglés es el idioma más fácil”, dice. Fonseca varias veces ha escrito sus cuentos directamente en inglés y luego los ha traducido al portugués. Sin embargo, no se quedó a vivir en ese país porque su esposa le advirtió, terminantemente, que nunca tendría un hijo nacido en Estados Unidos. “Era antiimperialista”, dice. Y ríe.
Fonseca contó que su primera novela la escribió a los 18 años, y cuando se la dio a leer a un editor, a este no le gustó el uso de algunos términos altisonantes. “La literatura debe ser edificante”, le decía paternalmente. Luego le pidió que regresara más tarde para devolverle el manuscrito. Lo curioso es que al volver, el joven Fonseca se encontró con un editor enrojecido de vergüenza. Había perdido su manuscrito. “No importa”, le dijo entonces, lo reescribiré. “Pasó casi 20 años antes de que escribiera un nuevo libro”, comenta.
Ese año, Brasil fue el país invitado de honor de la feria del Libro de Lima. “Odio las ferias”, me advirtió al comentárselo. “A las ferias van los escritores más imbéciles. Yo no soporto firmar”, dijo para provocar, porque sus acciones contradijeron esas palabras pocas horas después, durante el homenaje ofrecido en la Embajada de Brasil, en Miradores (Un encuentro que puede verse hoy en Youtube). Lo que con otro personaje habría sido un aburrido cóctel literario, con Fonseca resultó un show de ideas: micrófono en mano, se levantó de la mesa y se desplazó a través del público repartiendo bromas y respuestas. ¿Qué personaje femenino le gusta más?, le preguntan. “Me enamoraría de todas”, responde. “¿Cuándo empezar a escribir?”, “Cuando conozco todo del personaje que va a protagonizar la historia. Cuando sé las mujeres que le gustan, cuando imagino cómo camina o cuánto pesa”.
Le preguntaron cómo definía el sexo. Fonseca pontifica desde la experiencia, la del escritor que nos ha dado magistrales ejemplos de erotismo y que no se casó más de una vez. “El sexo es la comunión de lo físico con lo espiritual. Por eso no me gustan las putas. Creo que cada uno, hombre y mujer, tiene que poner de su parte”. Y cuando un joven aprendiz le pidió un consejo para convertirse en escritor, Fonseca fue categórico: “El escritor debe ser esencialmente un subversivo. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres”.






