La muerte de Abimael Guzmán obliga a pensar en aquello en lo que una república no quiere pensar. Menos, una república precaria como la nuestra.
Antonio Zapata ha dicho con acierto que el país tuvo 29 años para reflexionar sobre cuál debería ser el destino de los restos del líder de Sendero Luminoso, la única organización en nuestra historia que ha tenido como propósito fijo destruir al Estado peruano (los grupos de inspiración guerrillera pensaban más en tomar el poder que en dinamitarlo). ¿Qué urgencias han sido más prioritarias que esta tarea filosófica?
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Dos bandos parecen posicionarse alrededor del desconcierto. Uno, formalista, plantea que la viuda debe disponer del cadáver a su antojo; otro, pragmático, cree que el Gobierno debe tomar las medidas necesarias para que la posible tumba de Guzmán no se convierta en un sitio de peregrinaje o un espacio de confrontación.
La primera posición presenta el problema añadido de que Elena Iparraguirre está encarcelada con cadena perpetua por los mismos crímenes que cometió Guzmán.
La segunda posición obliga a encontrar una salida sujeta a ley que algunos abogados ya han sugerido, pero que no parece evidente. El Gobierno, por toda iniciativa, cree resolver el asunto con un tuit y un retuit. Se equivoca.
La problemática que plantea la muerte del camarada Gonzalo es antigua y se remonta a la cuna de Occidente: Antígona, de Sófocles, aborda justamente el dilema que suscita un cuerpo sin enterrar ante un Estado amenazado. Pero aquí no hay una Antígona que despierte empatía, los coros desafinan, los dioses han muerto y la idea de justicia a la cual se debe servir es vaga e imprecisa.
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Dos mil años después, no se distingue un patrón reconocible del trato póstumo que recibieron los grandes monstruos del siglo XX.
La supuesta tumba de Hitler no tiene paradero conocido, aunque algunos mapas la precisan en los jardines de un nido de Berlín oriental; Rusia no ha podido desembarazarse de Stalin, a quien degradaron al separarlo del mausoleo de Lenin, pero a quien homenajean en la necrópolis de la muralla del Kremlin; España, luego de cuatro décadas, no sabe qué hacer con Franco y su destino depende del partido de Gobierno; el funeral de Milosevic fue clandestino y asistir le costó a Peter Handke su reputación internacional durante décadas…
Conclusiones, pocas.
Políticamente hay consenso —incluso en el Legislativo— sobre la conveniencia de una cremación.
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Éticamente, una paradoja: ¿la destrucción del cuerpo del enemigo no es un acto precisamente senderista?
Históricamente, su muerte resuena sobre una fecha icónica, un hito que halaga la superstición y que añade al 11 de septiembre capas de muerte y dolor.
Mediáticamente, solo se muestra un festín de excesos en el que la desmemoria crónica se contrarresta con la venganza bruta y con la instrumentalización del cuerpo.
La muerte de Abimael Guzmán no ha producido ningún alivio. No lo puede haber en una sociedad en la que no ha habido reconciliación, como tampoco ha habido arrepentimiento ni perdón. Que incluso después de fallecido el genocida sea capaz de envenenar la discusión pública es lo único que nos debería ocupar de aquí en adelante.
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