Por: Gonzalo Galarza
En su escritorio hay una serie de productos del supermercado que llevan allí postrados un buen tiempo; algunos cerrados, otros abiertos por semanas. Nada se pudre. Nada se les acerca, ni los insectos. Es lo que Soledad Barruti llama comida muerta: “Si no les interesa a los bichos ni a las bacterias, no debería interesarnos a nosotros”. Comer comida inerte, afirma, es lo que ofrece la industria alimentaria. Un menú que parece diverso, pero es monótono: “Pagamos carísimo los ingredientes más baratos”. Un alimento que no lo es: “Son comestibles, no comida”.
Con Mala leche. El supermercado como emboscada, su segundo libro, la periodista argentina sigue la senda de otros autores que han investigado la industria de alimentos como Michael Pollan en El detective en el supermercado y El dilema del omnívoro. Un libro que señala a las grandes marcas y alerta sobre el impacto de sus productos en América Latina: ¿por qué la comida ultraprocesada se volvió tan consumida y puso en riesgo la salud en Argentina, el Perú, Colombia, México, El Salvador…?
Ella lo responde escarbando en lo íntimo: repasa su maternidad temprana, su lucha por querer darle de amamantar a su bebé, mientras el pediatra le recetaba una leche en fórmula. Abre su alacena para analizar con estupor los ingredientes (muchos nombres indescifrables) de los productos en los que ella confiaba para darle a su hijo: yogures, panes, jugos, cereales, fideos, leche; suma a su hijo en la investigación para cambiar sus hábitos y responder sus cuestionamientos: “No sé qué problema tenés ahora con la comida”.
Barruti también responde a través de una serie de historias y voces, estudios y documentos. Fuentes con las que armó un libro que genera empatía y rechazo, desilusión y un poco de esperanza. “Los ultraprocesados son una falla del sistema alimentario”, sentencia.
¿Qué se siente salir de ese sistema alimentario?
Te sentís muy empoderada y muy culpable porque dices: “Todo lo que hice estuvo mal”; y tienes mucha dificultad en tu casa. Hay que compartir información. Como adulta caí en la trampa de la publicidad, me engañaron.
¿La industria conoce mejor que nadie cómo responde el cerebro para emboscarlo?
Sí, con la biomedicina explora el cerebro y el placer para dar con la dosis justa de un producto, que no empalague pero al mismo tiempo que no adormezca nunca el cerebro para que sigamos esperando más. Y con el neuromarketing, de uso muy eficaz en la publicidad, despierta ese cerebro y el placer con imágenes increíbles, con sabores, olores, texturas; cosas ante las que no podemos decir que no.
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Para saber por qué no podemos frenar cuando empezamos a comer un snack, por ejemplo, Barruti visitó las oficinas del International Flavors & Fragrances, una empresa que emplea olores y gustos para que el cerebro actúe cuando se abre un paquete de galletas. Visitó supermercados junto a una neurocientífica que busca acceder hace más de un año a la fórmula del flavor con gusto ‘hecho en casa’. “Manipulan nuestros sentidos para exaltar el deseo y estimular el consumo”, apunta.
Entonces tienes una salsa de tomate que no tiene tomate, pero posee su olor, perfume y color. Productos con los mismos ingredientes procesados una y otra vez: azúcar, sal, grasas baratas, derivados de la leche y harinas refinadas. Más aditivos: aromatizantes, saborizantes, texturizantes, colorantes y fortificantes. Más el aval de científicos y médicos. Más nutrientes agregados (hierro, zinc, vitaminas), sin garantizar la absorción de ellos en el cuerpo, ni medir sus consecuencias.
“Hay productos que despojados de sus colores y sabores de artificio no entrarían a la casa. Hoy comemos sustitutos de alimentos y ese es un experimento que está resultando muy dañino para la salud, sobre todo para los que más los consumen, que son los niños”, sostiene.
Niños responsables en todo el mundo del 75 % de las compras que se hacen en cada familia. Chicos diagnosticados con enfermedades de adultos. Menores de ocho años que ya comieron la misma cantidad de azúcar que sus abuelos en 80 años.
¿Hay una manera de parar el deseo del azúcar?
El azúcar es clave en sus productos: ellos no tienen ingredientes sabrosos para cocinar. Hacen que nuestro cerebro lea que algo es rico. Hasta lo salado tiene azúcar. Pero el dulzor es más adictivo que la cocaína en pruebas de laboratorio con animales. Es una droga que les estamos dando a los niños, produce adicción y obtura su incipiente voluntad. Genera diabetes tipo 2 y problemas cardiovasculares; es decir, más males que los que ocasiona la sal, pero son tapados por la industria. La industria del azúcar es la mejor alumna de la del tabaco.
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En los primeros dos años de vida —explica— se fija el sistema de recompensa: es la respuesta química interna que va a brindar el estímulo del placer, que se registra como algo maravilloso. “Por eso las marcas están preocupadas en insertar sus productos rápidamente como respuesta de ese torrente placentero. La fórmula de leche es muy eficaz en eso”, desvela.
La leche de fórmula —ilustra— brinda un solo sabor, que es el mismo que se reproduce en los productos de la industria, como la papilla, el segundo producto destinado a un bebé que inicia sus hábitos bajo ese sistema. La leche materna, en cambio, tiene toda la información sensorial, dispone al paladar y traspasa los sabores más intensos (además de alimentar las bacterias del bebé). El bebé que amamanta podría evitar caer en esa emboscada cuando crezca.
¿Por eso apuntas en tu libro al primer alimento: la leche?
La leche es un emblema de todo lo que está mal; de la lactancia hasta el reduccionismo alimentario, pensamos en nutrientes antes que en alimentos y ese es un error garrafal. Está mal por los estragos que causa en el campo la producción láctea y la manipulación enorme que hay para que eso no salga a la luz. Mala leche se refiere a esos dos problemas: la leche como algo que no estaría tan bien y la mala intención de esta industria.