En 1958, Mansfield obtuvo su último protagónico importante; luego de eso, su carrera declinó y pasó a ser una especie de parodia de Marilyn Monroe. (Foto: Getty Images)
En 1958, Mansfield obtuvo su último protagónico importante; luego de eso, su carrera declinó y pasó a ser una especie de parodia de Marilyn Monroe. (Foto: Getty Images)
Claudio Cordero

En Crash (1996), de David Cronenberg, una sociedad secreta de fetichistas reconstruye famosos accidentes automovilísticos con la intención de satisfacer sus deseos eróticos. Entre sus fantasías más perversas están James Dean y Jayne Mansfield, dos íconos del cine clásico canibalizados por la cultura popular: mientras que la imagen de Dean se convirtió en epítome de lo cool, Mansfield goza, a 50 años de su muerte, de un culto incondicional por parte de excéntricos y amantes del kitsch. Algunos dirán que la maldición de James Dean fue no vivir lo suficiente para disfrutar su fama, pero, en el caso de Jayne Mansfield, la fama —que persiguió incansablemente— demostró ser una maldición en sí misma. Ambos vivieron rápido y dejaron cadáveres hermosos.

En el momento de su muerte, el 29 de junio de 1967, la actriz de The Girl Can’t Help It (1956) se trasladaba a toda velocidad de Mississippi a New Orleans, de un show nocturno de cabaret a un programa matutino de TV. Había transcurrido una década desde que conquistara Hollywood con sus atributos, un reinado tan efímero que cabía preguntarse si había sido producto de algún error; era a todas luces una estrella en decadencia y, más grave, un ser humano caído en desgracia. Los moralistas explotaron su tragedia de la misma manera que los productores habían explotado su voluptuosidad: aquel no era un simple accidente de carretera; era el castigo divino a una mujer pecadora, simbólicamente decapitada como advertencia a los jóvenes de las consecuencias de desviarse por la ruta del exceso.


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Uno de los más fervientes admiradores de Jayne Manfield (nacida Vera Jayne Palmer en abril de 1933) es el director independiente John Waters, amo del trash y del mal gusto. Según Waters, en un mundo ideal, Jayne Mansfield estaría por encima de Marilyn Monroe, declaración que tiene perfecto sentido viniendo del autor de Pink Flamingos (1972) y Hairspray (1988), ambas protagonizadas por Divine, un obeso travesti que, según Waters, era “una combinación entre Jayne Mansfield y Godzilla para asustar a los hippies”. La referencia a Marilyn Monroe es inevitable, ya que ambas fueron creadas por el mismo estudio (20th Century Fox) y ofrecidas al mundo como representaciones idealizadas de la sexualidad femenina.

Eran los años de la autocensura en Hollywood y el estilo de vida norteamericano parecía haberse fusionado con la publicidad de la época: familias dichosas de vivir en los suburbios, autorrealización al alcance de la mano comprando cualquier producto. La pequeña Vera Jayne creía en ese sueño de pureza, aspiraba a ser madre de varios niños y tener un marido. También sabía que eso no bastaba para hacerla feliz: quería ser famosa.

En su época universitaria, recibió clases de actuación del prestigioso Baruch Lumet y ganó todos los concursos de belleza en los que se presentó. Tras tomar el apellido de su primer marido, Jayne tiñó su pelo de rubio y enrumbó a Hollywood. Su ascenso meteórico en la ciudad de las estrellas recuerda alguna creación de David Lynch: el cuento de hadas se vuelve realidad para la joven principiante, quien no tardará en descubrir el lado siniestro detrás del glamour, la suciedad bajo la alfombra roja.

"Mansfield goza, a 50 años de su muerte, de un culto incondicional por parte de excéntricos y amantes del kitsch." (Foto: Getty Images)
"Mansfield goza, a 50 años de su muerte, de un culto incondicional por parte de excéntricos y amantes del kitsch." (Foto: Getty Images)

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El infame libro Hollywood Babilonia, de Kenneth Anger, lleva en su portada una foto muy sugerente de Jayne Mansfield, una de las tantas que hizo con afán autopromocional. Su éxito giró alrededor del escándalo, pero solo duró cuatro años: desde su triunfo en Broadway en 1955 con Will Success Spoil Rock Hunter? —dos años después llevada al cine— hasta el estreno de The Sheriff of Fractured Jaw (1958), su último rol protagónico para un estudio importante. A partir de entonces, nos hallamos ante una parodia de carrera de cine, y no porque el público perdiese interés en ella, sino porque Hollywood decidió castigarla por sus indisciplinas y extravagancias detrás de cámaras: demasiados hijos y amantes, demasiado color rosado en su mansión y su Rolls Royce. Por supuesto que no era la única actriz difícil y caprichosa, pero era un blanco demasiado fácil de atacar. Muchos incluso podrían justificar en su machismo el maltrato del que fue víctima.

Fue así como, en un abrir y cerrar de ojos, Jayne Mansfield pasó de los brazos de Cary Grant a ser la rubia tonta y sin ropa de cualquier esperpento. Su muerte, a los 34 años, poco hizo por devolverle el respeto o la compasión de la opinión pública, demasiado fascinada con la leyenda negra que nació alrededor de ella, desde su falso decapitamiento (perdió la vida a causa de un trauma cerebral) hasta su supuesta filiación con la Iglesia de Satán (un ardid publicitario de tantos).

Es difícil imaginar a un personaje tan colorido reinventándose en actriz respetable, estatus que sí consiguió su hija Mariska Hargitay, estrella de la serie La ley y el orden UVE, y ganadora del Emmy y del Globo de Oro. Otro reconocimiento póstumo digno de mención: la canción “Kiss Them for Me”, de Siouxsie and the Banshees, un homenaje sinceramente afectuoso para la estrella que amaba las fiestas, el champán rosado y las piscinas con forma de corazón.

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