Artículo recuperado fue escrito por Abraham Valdelomar en El Comercio. (Foto: GEC / BNP)
Artículo recuperado fue escrito por Abraham Valdelomar en El Comercio. (Foto: GEC / BNP)
/ ANDRES CUYA
Abraham Valdelomar

Como un alambre entre dos postes, como una pasionaria entre dos árboles, como un puente entre dos orillas, como una angustia entre dos latidos, se extienden estos dos años de mi vida entre dos crepúsculos simbólicos. En un mayo florido, entre las alas doradas de una tarde solemne, pensativa y magnífica, lleno el corazón de sonrisas, el alma de esperanzas, el cerebro de inquietudes, apta la idea, ágil el músculo, latente el verbo, fugué de la metrópoli. Cuanto hubo en la ciudad fue exprimido por mí en las columnas de un diario y al abandonarla, Lima se ofrecía ante mis ojos con la apariencia lamentable de una fruta sin jugo. He vuelto, después de dos años, salvado un breve intervalo, en un crepúsculo de setiembre, tenebroso y vulgar. El crepúsculo es noble, conserva la majestad inerte de la naturaleza y la elocuencia tácita de la Eternidad, mientras es casto. Una luz, artificial hace desaparecer toda su divina gracia a esta hora que es como la venerable ancianidad del día. Así como la mañana es toda hecha de inocencia y el medio día tiene algo de la juventud radiante y viril, el crepúsculo es la hora inteligente de la naturaleza. Las cosas que pasada la aurora han permanecido mudas, al llegar el crepúsculo no solo se tornan elocuentes y se hablan entre ellas, sino que se comunican en su mudo lenguaje con nosotros. La luz eléctrica es enemiga del crepúsculo, es una especie de despenadora de la tarde. Prender una luz cuando agoniza el día es como molestar a un moribundo. La luz encendida prematuramente, adelanta la noche; y adelantar la noche es como enterrar vivo al día. Hay, pues, algo de criminal en profanar la suprema belleza del crepúsculo encendiendo un farol.

Yo he vuelto a Lima en uno de estos crepúsculos horrendos. Horrendo por ser de setiembre, horrendo por heterogéneo, horrendo porque ha sido un crepúsculo sin personalidad. Un crepúsculo vulgar, un crepúsculo que pudiéramos calificar de transeúnte. Cuando yo llegué, no podía percibirse si la luz que doraba el ficus de la plazuela de la estación era luz de la tarde o era luz de farol. Y un crepúsculo cuyas luces son capaces de poder confundirse con una luz de kerosene es indigno de vivir por la pluma de un artista.

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Viajábamos, allá por un medio día de junio, entre Juliaca y Ayaviri, un mercader norteamericano y yo. El mercader viajaba con el objeto de arrojar por todo el camino unos folletos, almanaques, o librejos que recomendaban un remedio en inglés contra el reumatismo. Su labor, con ser el yanqui más bruto que un carboncillo, recibía en la cabeza y daba interés a nuestra conversación; ya que a cada frase sacaba la cabeza por el ventanillo para arrojar dos o tres folletos sobre el camino. Enterado de que yo viajaba por conocer mi país para hacerlo conocer después, no comprendía que yo no tomara apuntes. Un yanqui no concibe que se pueda viajar sin Baedecker y sin block-notes.

El hombre que viaja, si este hombre pretende describir artísticamente sus impresiones, no debe apuntar nada. El recuerdo preciso es enemigo de la fantasía. La memoria no permite embellecer las cosas. Los recuerdos son como los vinos: han de dormir algún tiempo para que resulten gratos. El artista que describe el paisaje inmediatamente y tal como es, resulta un mal vinicultor. Para el artista, la memoria no es negocio. El paisaje, por complejo que sea, tiene una nota característica y fundamental: la sustancia, la unidad resultante de todos sus elementos. Una sensación recibida y devuelta rápidamente, carece de belleza casi siempre. El paisaje, para embellecerse, ha de sufrir un proceso semejante al mosto. El espíritu del paisaje solo se obtiene cuando ha pasado por el alambique de la fantasía y por la serpentina de la evocación. Cuando una sensación recibida se guarda cierto tiempo en las alacenas cerebrales, el tiempo y las impresiones sucesivas van despojándola de cuanto tiene de vulgar, de frágil, de perecedero; entonces aquella sensación va depurándose; va concretándose; va adquiriendo una gran pureza de líneas; va haciéndose más simple, más vigorosa, más unidad. Entonces, cuando queremos transmitirla, cuando la evocamos, aparece precisa, pulida, límpida, embellecida y purificada. Solo entonces es capaz de sugerir a los demás… Porque el paisaje, como toda obra de arte, ha de ser sugerente. Y el proceso de sugerir se reduce a dar noción de lo complejo, por lo simple; de lo múltiple, por lo unitario.

Me ocurre esta digresión porque un viaje no es más que una sucesión de paisajes diversos.

ESTA ES LA HISTORIA DE LOS ARTÍCULOS ESCRITOS POR ABRAHAM VALDELOMAR EN EL COMERCIO

Artículo de Abraham Valdelomar apareció en la edición del 19 de octubre de 1919 de El Comercio.
Artículo de Abraham Valdelomar apareció en la edición del 19 de octubre de 1919 de El Comercio.

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Mi tierra, mi bella y encantadora tierra, es un rincón paradisíaco, bajo un cielo claro, diáfano y profundo. Por tiempos de Navidad, empiezan las avenidas. Los campos abidos, polvorosos desde la fiesta del divino carpintero, en que llegan las últimas aguas, se enrojecen e hinchan por los días pascuales, con el agua nueva, rica en limos, que se extiende sobre la tierra, se alarga entre los surcos viejos y desmoronados, colma las pequeñas hondonadas, corre invisible y lenta bajo la sonora alfombra de hojas secas de los parrales, llena las pozas, besa, en las acequias, los curvos labios de las puentes; y aquí se detiene ante una valla, allí rodea y aísla secos terrones, allá sale de madre, ora forma un remanso, luego expulsa de sus minas a los ejércitos de hormigas y en todas partes va dejando en el ambiente ese olor singular, ese raro perfume característico e indescriptible: olor de tierra mojada, de cosa fecunda; olor que tiene algo de ternura maternal y de vigor viril, algo de fuerza viva, de creación, de germen.

Este olor sagrado, olor maternal, olor que nace de los surcos, que son como los muslos de la tierra madre; olor que nace de los montículos, que son como los pechos de la Tierra que va a dar a luz, puede decirse con brutal propiedad que la Madre Tierra fecundada por el agua nueva, va a parir. Durante un otoño, un invierno y media primavera, llena de esperanzas, de latentes anhelos y de vehemente fe, la semilla, bajo el surco caliente vive. Apasionados, violentos, ardientes, con una voluptuosidad divina, suprema, tácita, se entregan, se mezclan, se confunden, se poseen y se aman la tierra y el agua, bajo el beso radiante del Sol. La semilla se estremece, vibra –¡sí, vibra!–, se hincha, crece, revienta; abre sus duros cotiledones y deja surgir el brote, el cónico tallo tierno y jugoso cuyo instinto adivina de qué parte está el cielo y se dirige hacia el Sol, recto, seguro, sin vacilación; atraviesa la terrosa capa, anémico, pálido, transparente… ¿Y hay más hermoso poema, querido Aurelio Fernández Concha, que ver aparecer un brote nuevo en la tierra mojada, al flanco del surco reventón, a la hora fresca y matinal? ¡Oh, el brote que surge cónico, cristalino, con un vago verdor de esmeralda acuosa, coronado de puntos brillantes de rocío! Un brote nuevo, una vida nueva, una cosa vital y consciente que nace de la tierra inanimada, muda, inmóvil, es como un grito viril, como una voz que se cuaja surgiendo del Infinito inerte y abismado bajo los rayos fértiles y perpendiculares del Sol.

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