La urbe discurre, alrededor, improbable, rugiente, nutriéndose ávida de su propia demencia. Lima, hace 90 años, sin embargo, era una ciudad recorrida por tranvías que todavía se dejaba pasear. Eran las postrimerías del oncenio de Leguía y Carlos Germán Belli nacía entonces, primogénito, en los altos de la farmacia paterna en un recodo del balneario de Chorrillos. Hoy, al interior de su vivienda en una callecita más bien silenciosa de Surquillo, la palabra destino se repite una y otra vez a lo largo de la conversación. Está presente cuando Belli habla de su vocación, y cuando menciona su propia peruanidad, que entonces suena a fatalidad.
En su estudio del segundo piso, Belli conserva, enmarcado, un poema que su hija Mariella le dedicara en octubre de 1987, cuando no podía presagiar su propia y temprana partida. “Es la angustia y la búsqueda lo que me hace escribir, como a ti”, le dice a su padre en esas líneas ensayadas con letra de imprenta sobre papel cuadriculado. Momentos antes, durante nuestra conversación, el poeta ha traído a la memoria la belleza y alegría vital de su hija, pero ha sido al recordar la partida de su hermano Alfonso cuando los ojos, hechos agua, han quebrado toda palabra.
— Al ganar el Premio Nacional de Cultura el año pasado dijo usted que esperaba que esto fuera un aliciente para seguir escribiendo.
Sí, hace ya dos o tres años que no escribo poemas. Creo que el paso del tiempo influye de modo negativo. Ya no hay cosas que me despierten interés en realidad, y eso motiva mi silencio, que espero que sea temporal… los escritores que llegan a esta edad larga disminuyen en el quehacer y sobreviene un silencio involuntario, pero real.
— Hace seis años me comentó que una de sus deudas poéticas era con la naturaleza, con el Perú. ¿Cómo lo siente hoy?
Me parecía que me había olvidado del Perú un poco, de la realidad física, pero andando el tiempo ya no tengo ese sentimiento, creo que el Perú está presente en el fondo de mis experiencias vitales, de forma negativa o positiva, y mi experiencia como burócrata o como empleado público es el Perú en realidad.
— ¿Y cómo siente que lo ha tratado el Perú?
No ha habido una cosa afín, no sé cómo le podría explicar, es el destino, el destino que me ha puesto acá, y bueno, son cosas ineludibles que uno tiene que afrontar. Ahora, la respuesta a su pregunta mejor que quede pendiente, que quede pendiente, en el aire…
— Usted vivió de muy niño en Ámsterdam, y luego volvió al Perú a estudiar la primaria.
Y ya nos quedamos acá, mi padre alquiló una casa en un barrio nuevo, emergente, era Santa Beatriz, cerca del Parque de la Reserva, y andando el tiempo supe que era un barrio que había sido residencia también de amigos escritores y artistas, como Szyszlo y Sologuren. Ahí mis padres tuvieron una pequeña farmacia, mi madre era farmacéutica de profesión, y mi padre lo era también en la práctica, así que preparaba recetas muy bien, sin haber pasado por San Marcos. Ellos querían que yo fuera abogado o marino, esas profesiones de clase media, era su ilusión. Yo era el hijo mayor, y mi segundo hermano era paralítico. Era la ilusión de ellos, de que yo tuviera una profesión brillante. Pero volviendo al destino, al destino humano, en vez de ser médico o militar, fui escritor, un hombre de letras, y estoy contento de que fuera así.
— La poesía puede ser también una forma de medicina, para sanar las heridas del alma.
Ah, claro, el medio más óptimo, creo. El de la creación literaria es un camino para cicatrizar las heridas espirituales.
— ¿Lo ayudó a cicatrizar la herida por la temprana partida de su hija?
Sí, me ayudó a sobrellevar ese dolor de perder a un ser tan entrañable y, bueno, a raíz de la pérdida de mi hija, cuando la recordamos a la hora del almuerzo, quien llora es mi mujer, con las lágrimas, pero es ineludible, son cosas que suceden.
— ¿Cuál es el rasgo de ella, de Mariella, que usted más extraña?
Su sentido positivo que tenía frente a la vida, su alegría de vivir, y recuerdo su belleza, pues, como buen padre, era una chica guapa e inteligente… fue terrible. Y la poesía, bueno, le agradezco mucho a la propia poesía que me ha ayudado a seguir adelante.
—El maestro Sologuren—
— Me mencionaba hace un momento a Javier Sologuren, y alguna vez usted dijo que él fue para usted una suerte de maestro tácito.
Hombre muy bueno y muy cultivado. La fidelidad a la creación literaria que tuvo Sologuren la he tratado de asimilar; la disciplina y el fervor literario. Ahora, pertenecemos a una generación del medio siglo, del 50, que se caracterizaba por una inclinación hacia la política, hacia el quehacer social, y Sologuren no. Sologuren era solamente abocado a la creación literaria, y eso yo lo admiraba mucho.
—También ha mencionado alguna vez su admiración por el “silencio westphaliano”.
Sí, el silencio de no escribir. Publicó sus dos primeros libros cuando joven, y luego un silencio total. Recuerdo mucho cuando [Emilio Adolfo] Westphalen me llamó por teléfono. Mi madre contestó y después me dijo: “tiene una voz sacerdotal”. Yo admiraba su actitud frente al arte. No escribía, pero era un hombre puro, un poeta digno de ser imitado, y escribió finalmente, volvió a la escritura.
— Me comentaba también sobre su hermano, de quien usted se encargó toda su vida, y cuya presencia ha sido importante en su poesía. Al fallecer él, usted dijo que se sentía aliviado hasta cierto punto.
Sí, cuando falleció pensé que se había liberado de seguir sufriendo, porque viéndome a mí que había asumido la vida libremente con felicidad y él no… siempre pensé en su situación. Y para mí fue una liberación también.
— Sin embargo, usted ha dicho que lo volvería a cuidar, que lo volvería a hacer.
Por cierto. Volvería a asumir ese compromiso entrañable…
— Tiene usted un poema en el que dice “venid, muerte, para que yo abandone este linaje humano, y nunca vuelva a él”. ¿Qué es lo más insoportable de este mundo?
En estas circunstancias que son como una suerte de confesión, le voy a decir que el trabajo, el trabajar para subsistir. Para quien tiene una vocación muy acendrada, muy entrañable, el trabajo se torna en una suerte de cuasi maldición, porque le impide asumir plenamente su destino. Extrañaría mucho el amor, el amor familiar.
— Su madre era una lectora voraz de poesía. ¿Fue su primera maestra en estas lides?
Con el material literario que leía, los consejos que me decía o que debía leer tal novela. Le impresionó por ejemplo la lectura de “Los miserables” de Víctor Hugo, y por instancia de ella leí esa novela. Además, lo que influyó en mí fueron sus cuadernos de poesía. Ella no escribía, sino que copiaba los poemas que más le habían impresionado, y entonces toda esas circunstancias especiales, favorables para la escritura, deben haber influido en mí.
—¿Conserva esos cuadernos?
Ah, sí, los tengo ahí. El más antiguo es de fines del siglo XIX, que debe haberlo heredado de su padre o su abuelo.
—Una tradición copista de poemas.
Exacto.
—Se ha dicho sobre su quehacer poético que, por la repetición de temas, parecieran ser variaciones sobre un mismo poema, recordando aquello que Fernando de Szyszlo ha dicho sobre su propio arte: que siempre está buscando un mismo cuadro.
No sé, tal vez sea una búsqueda inconsciente, sin darme cuenta, porque es reiterativa en realidad, son temas que afloran y siguen aflorando a lo largo del tiempo. Pero además de ese reconocimiento debo reconocer mi inclinación por cultivar todos los estilos literarios que he conocido. Eso sí ha sido una constante: el cultivo de los estilos y las formas literarias, o sea, la poesía renacentista, hasta la poesía a base de sonidos, el letrismo y, bueno, en medio de esa ansiedad estilística está mi inclinación por el tema reiterativo.
— ¿Se podría decir que se siente satisfecho con su obra?
Quisiera escribir otras cosas, pero ya a estas alturas de mi vida debo resignarme a lo que he hecho. Ojalá que pueda cultivar nuevos terrenos estilísticos, nuevos temas, ojalá, y quisiera volver a viajar, ir a Europa a visitar a mi familia, que está allá en realidad, y ese es otro problema nuestro: sentarnos yo y mi mujer frente a frente, sin nadie.
—El amigo Mario—
— De todo lo que se ha dicho y escrito sobre usted, lo más curioso quizá sea aquello que dijo su amigo Mario Vargas Llosa: que usted le habría confesado que en su juventud se había acostado con las mujeres más feas de Lima.
¡No me acuerdo de eso! Pero, sí, lo he leído.
— Y sobre su afición prostibularia…
Bueno, es una cosa presente en mi generación. El amor primigenio lo hemos conocido con nuestras relaciones prostibularias, menos mal que andando el tiempo esas costumbres generacionales han cambiado.
— ¿Y qué antros solía visitar usted?
No me acuerdo. Hay que preguntarle a Vargas Llosa. Él debe saber de los suyos.