“Cultura es conversación”, afirma con una cita del poeta mexicano Gabriel Zaid. Para dar cuenta de su vida y de los hitos de su aventura intelectual, uno de los más influyentes historiadores mexicanos reivindica la conversación como género literario. En el parque México, lugar emblemático del Distrito Federal, Enrique Krauze conversaba de niño con su abuelo Saúl, aprendiendo de la vida en Polonia, de la cultura judía, del idioma yidis, de sus ideales socialistas y sobre el filósofo Baruch Spinoza, que definió su forma cartesiana y racionalista de ver el mundo. “Desde entonces, me aficioné a escuchar a los mayores”, nos dice el autor al otro lado de la pantalla. En efecto, del abuelo Saúl, las conversaciones de Krauze se entablaron luego con los abuelos de México, intelectuales de renombre como José Vasconcelos o Daniel Cosio Villegas. Y de allí, figuras intelectuales de México como Octavio Paz, así como internacionales como Mario Vargas Llosa o Jorge Edwards.
Teniendo como base largas conversaciones con el escritor español José María Lassalle a lo largo de 15 meses de pandemia, Krauze reescribe el material para convertirlo en una conversación consigo mismo, un balance de vida, una introspección extensa. El intelectual se desdobla, colocándose en la posición de quien pregunta y de quien responde. Se formula cuestiones que hubiera querido compartir con sus antepasados, maestros, escritores e intelectuales. Así, este libro alberga breves ensayos y largas reflexiones sobre Kafka, George Orwell, Dostoievski, Vargas Llosa, entre una veintena de autores y libros para él fundamentales. “Durante la pandemia, tenía que escoger entre volverme loco o escribir este libro. Por fortuna, solo cometí la locura de escribirlo”, confiesa.
—En “Spinoza en el parque México”, cuenta cómo la tradición judía en su familia marcó su forma de ver el mundo. En ese sentido, resulta muy ilustrativo que el cuarto mandamiento de la Ley de Moisés, “Honrar padre y madre”, resulte básico para la vocación de un historiador: se trata de honrar la memoria de los ancestros…
Ese mandamiento está en el fondo de mi vocación, pero también la orientación humanista del colegio israelita de México, muy orientada hacia el pasado milenario, por lo general bastante trágico, del pueblo judío. Pero yo me enamoré muy pronto de la historia mexicana, e hice esa transferencia. Y creo que fue una buena decisión. Pero nunca dejé de interesarme en el tema, seguí acumulando lecturas y libros de personajes como Hannah Arendt, Walter Benjamin o Kafka, que forman la genealogía del judío heterodoxo, que es la de Spinoza, filósofo a quien ni los judíos, ni los católicos, ni los protestantes quieren. Desde los márgenes, él inventó la religión de la humanidad, de la libertad de pensamiento, de creencia, de expresión. Es la historia de los judíos heterodoxos, que salieron del ámbito religioso para insertarse en el mundo europeo. En homenaje a aquellos padres intelectuales, escribí este libro.
—Ingresó a la fundamental revista “Vuelta” en 1977, invitado por Octavio Paz, de la que fue luego subdirector. ¿Qué representa para usted la influencia del centenario poeta y ensayista?
Leer “El laberinto de la soledad”, hace más de 50 años, fue para mí un momento fundacional. Con ese libro, intuí que iba a vivir mi vida de historiador mexicano. Desde entonces he venido dialogando con él, aclarándome mis acuerdos y desacuerdos. Octavio Paz era un conocedor enorme de la historia mexicana, pero era un poeta de la historia. Hay momentos en que la historia admite ciertas claves que solo una imaginación poética puede desentrañar. Yo soy más bien un historiador positivista: vamos a los hechos, tratamos de contar la historia como fue. En el libro, cuando trato de hablar de la revista “Vuelta”, siempre atiendo la apuesta de Octavio Paz por un México democrático, liberal, con preocupaciones sociales. Un país de leyes, como el que los liberales latinoamericanos del siglo XIX imaginaron. Pero México sigue siendo un lugar de desgarramiento. En este momento estamos oscilando peligrosamente hacia un pasado, ya no se diga del PRI y “la dictadura perfecta” como le llamó Vargas Llosa, sino al de un presidente todopoderoso. Más que un caudillo, me atrevería a compararlo con los Tlatoanis (gobernantes) aztecas.
"En este momento estamos oscilando peligrosamente hacia un pasado, ya no se diga del PRI y “la dictadura perfecta” como le llamó Vargas Llosa, sino al de un presidente todopoderoso"
—Es conocida su decisión de no escribir ficción. ¿Es un excesivo respeto al género o la deformación profesional del historiador?
Es un respeto al género. Considero que la historia y la biografía son los géneros más humildes de la literatura. Pienso en “La guerra del fin del mundo” de Vargas Llosa, y creo que no hay libro de historia que pueda recuperar la dimensión humana como hizo él en ese libro. Mi maestro Luis González decía: “La historia es una novela de la verdad”. Los historiadores tenemos que ajustarnos a los hechos objetivos y comprobables. Tengo mucho respeto por la ficción, y acudo a ella para entender a las sociedades. Pero soy incapaz de hacerla. Tengo un hijo, Daniel Krauze, que es novelista, y me doy cuenta de que somos animales distintos. El historiador es un esclavo de los documentos y de los hechos.
—¿Por qué siendo tan coincidentes en su historia, Perú y México viven de espaldas uno del otro? ¿Por qué nunca se ha intentado un estudio de historia comparada entre ambos países?
Tiene que ver con el desarrollo de la profesión historiográfica en cada país. Hay grandes historiadores en el Perú y en México, pero nos ha faltado el historiador que intente una historia comparativa. El caso más cercano que conozco es el del historiador británico David Brading, casado con la estudiosa peruana Celia Wu. Pero lo que hace falta es un historiador de la talla de John Elliott, que hizo la historia comparada entre Portugal y España y la de los imperios trasatlánticos de Angloamérica e Iberoamérica. Más allá de los lugares comunes usados para mostrar lo que nos parecemos, se necesita que con la técnica muy específica de la historia comparada de Elliott, un joven investigador peruano o mexicano, o los dos juntos, intenten un trabajo así. Aunque no sé si en estos tiempos turbulentos sea demasiado pedir.
—En su libro señala que México no tiene un autor de entraña indígena como nuestro José María Arguedas. ¿Rulfo no sería un referente similar en la literatura mexicana?
En Arguedas el tema indígena está mucho más presente. Rulfo no es el México indígena. Rulfo es el México de los rancheros criollos del occidente del país. Es un mundo fantasmal, piadoso, católico, temeroso, violentísimo. Es un yermo, tan triste como la España negra.
—Vargas Llosa es un personaje gravitante en su libro, no solo por la amistad compartida, sino porque sus cambios ideológicos fueron fundamentales para su generación. Es interesante ver cómo el Nobel siempre enfrenta disyuntivas: dos sistemas políticos, dos males a elegir como presidente, por ejemplo. ¿Por qué crees que el escritor nunca opta por la abstención?
Yo he escrito mucho sobre Mario Vargas Llosa, a quien conocí en 1979, en un chifa, junto a Szyszlo, Blanca Varela y Jorge Edwards. Tengo una buena opinión de sus actitudes, tanto las que tuvo en los años 70, como las que tiene ahora. Es un hombre valiente, no se coloca en un lugar cómodo. Mario podría tranquilamente sentirse en el Olimpo, y desear buena suerte a los peruanos, a los brasileños, a los chilenos para dedicarse a escribir sus novelas. Pero es un combatiente. Y así como combatió, con fervor, en defensa de la revolución cubana, luego dejó de creer y terminó por convencerse de la mentira esencial del socialismo. Octavio Paz siempre pensó que el socialismo era compatible con la libertad y la democracia. Mario llegó a la conclusión de que era incompatible. Y, a partir de entonces, se convirtió en un liberal en todo sentido. No voy a incurrir en la muletilla de siempre, decir “Bueno, no siempre estamos de acuerdo”. Yo tengo una enorme deuda de gratitud con él. Admiro su actitud. Es valiente.
—Es la actitud de quien cree radicalmente en la democracia. ¿Pero qué sucede cuando ésta termina convertida en una mera formalidad?
No debemos permitirnos descreer de la democracia. Lo que está más allá de ella es el abismo, el vacío, la experiencia vivida en el siglo XX con el mesianismo, el holocausto, la Revolución Rusa, las imaginerías de la Alemania de Weimar que creía, igual que ahora, que la democracia era un recipiente vacío. No es la primera vez que la humanidad pierde la fe en la democracia y la considera vacía de contenido. ¡Sucede desde los griegos! A la democracia hay que conquistarla y defenderla cada vez. La de Mario es la fe en la democracia liberal: en la libertad de expresión, en un país de leyes que se respetan, en los valores republicanos, en la división de poderes, en las elecciones democráticas y periódicas. Es lo mismo que quería Karl Popper, el gran liberal del siglo XX. Yo no veo que esa forma esté vacía. Sin esa forma, no hay contenido posible. ¿Cuál es la otra opción? La recurrencia en la barbarie. En este momento, los latinoamericanos estamos viviendo un momento muy deprimente, en el que simplemente estamos tomando la democracia muy a la ligera. De aquí a diez años, vamos a ver dónde estamos. Pero pienso que, si Venezuela vuelve a tener un régimen democrático alguna vez, no será fácil que entregue de nuevo el poder a una figura como la de Chávez y Maduro, que ejecutaron el “milagro” de convertir al país más rico de América Latina en un país con una pobreza parecida a la de Haití. Siempre aprendemos de la historia.
—No pretendo discutir con usted, pero recuerde que los peruanos elegimos a Alan García dos veces...
Ciertamente. El Perú, visto de lejos, es la gran tristeza. Uno se explica el desencanto con la democracia cuando eligen figuras como Alan García o Toledo. Cuando salió Toledo, yo pensé: ¡Caramba, este sí se parece a Benito Juárez! Un liberal, un hombre moderno, un indígena. En aquellos años visitábamos el Perú con ilusión. Pero invariablemente, nuestros gobernantes han estado por debajo del requerimiento histórico. Han sido los culpables de este desánimo democrático, tanto en el Perú como en México. El presidente Peña Nieto prefería los fines de semana jugar golf que recorrer los pueblos de México. Tras eso, no nos sorprende que López Obrador haya llegado al poder con una votación tan abrumadora.
—Es enfático en destacar “La guerra del fin del mundo” como la mejor novela de Vargas Llosa. No solo por su comprensión del fenómeno del mesianismo, sino porque este libro llegó a transformar al mismo autor. Su escritura coincidió con su profundo proceso de transformación ideológica. ¿Cuán importante cree que fue esta novela para su autor?
En ella, Vargas Llosa se enfrentó con la materia más inmanejable y profunda de nuestra historia. El choque entre el positivismo republicano y las masas pobrísimas que siguen a un redentor. Lo que más sorprende es que el corazón de Vargas Llosa está con los desprotegidos, con el personaje increíble de León de Natuba, el escribidor del Conselheiro. Pero al mismo tiempo, entiende que el progreso tiene sentido. La novela no es una tesis, no tiene que tener un veredicto. Pero el hombre que terminó ese libro en 1981, en pleno surgimiento de Sendero Luminoso, debe optar por la vía de la libertad y la democracia. Es un libro de la dimensión de “Guerra y Paz”, y todavía mejor, porque no estamos hablando solo de las élites, de las aristocracias y de los militares rusos, sino de la entraña misma del pueblo. Por eso me parece la mejor de sus novelas. Esa y “La fiesta del chivo”.
—Hoy día, cuando casi no hay mayor debate intelectual y abunda el ruido en redes, su libro nos recuerda las confrontaciones entre Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Vargas Llosa, entre otros. ¿Cómo rescatar el debate de ideas?
En mi libro recreo algunos de esos debates, con mucha tristeza. Octavio Paz y el grupo de la revista “Vuelta” representó la posibilidad de un diálogo que no se dio con la izquierda mexicana y latinoamericana. Fueron debates más largos y sustanciales que los intercambios de escupitajos que hoy se ven en el Twitter. Hablo de debates con nombre y apellido. Por muchísimos años, hasta mediados de los años 80, la izquierda mexicana y latinoamericana quiso ver en Octavio Paz y en nuestro grupo, en Mario Vargas Llosa, en Jorge Edwards, en Cabrera Infante, a los escritores “reaccionarios”, anacrónicamente liberales y conservadores, mientras que ellos sí eran la vanguardia, ellos sí representaban al pueblo y a la revolución. Ellos seguían creyendo en la revolución nicaragüense y en la salvadoreña, no se diga de la sacrosanta revolución cubana, en Sendero Luminoso inclusive. Uno a uno, esos autores fueron desencantándose. Y no quiero mencionar nombres, porque esta es una entrevista amable. Creían en la mitología de la revolución, y nunca supieron ver sino hasta muy tarde la importancia de la democracia liberal. Esos debates se extinguieron a fines de los años 90, porque ya estábamos de acuerdo. Pero el daño estaba hecho. El huevo de la serpiente estaba plantado, y de él surgió el populismo. Si aquellos intelectuales hubiesen reaccionado a tiempo, y allí incluyo a García Márquez y a Cortázar, grandísimos escritores pero con una alta responsabilidad moral, el populismo latinoamericano del siglo XXI no hubiese sido lo que ha sido. Chávez y López Obrador serían inimaginables. Lo digo con tristeza. Tras las polémicas, no aprendieron. Y allí están las consecuencias.