Muchísimo antes de que se viviera ese furor mundial por la gastronomía que mezcla lo peruano y lo japonés, estuvieron los padres fundadores, quienes lejos de los restaurantes caros y sofisticados, innovaron en sus propias fondas. Mariano Valderrama, filósofo de buen diente y mejor sesera, cuenta que hace más de medio siglo Juan Kutotomila preparaba ya bateas de cebiche de bonito y pejerrey en Balconcillo, y que fue de los primeros en hacerlo también de mariscos con conchas de abanico, chanque y lapas, fresquísimos, en tiempos en que el más popular de nuestros platos era poco más que trozos de los mismos pescados arrojados al olvido en zumo de limón. También recuerda los inventos de otros hijos de inmigrantes afincados en barrios proletarios: los hermanos Maruyama, la familia Matsumoto, Augusto Kage y el clan Nakandakari, Lorenzo Kanashiro, Takashi y Octavio Otani, los Matsufuji, los Hatada, los Morita. Aún previos al arribo de Nobu Matsuhisa y el entrañable Toshi Konishi en los setenta, brillaban fusionando lo que sabían con lo que encontraban, acercando las dos orillas del Pacífi co Rosita Yimura, creadora del pulpo al olivo; y el inoxidable Humberto Sato al frente de su templo, el Costanera 700.
Estos creadores, sin embargo, habrían desarrollado su arte exquisito siguiendo una misma estela. “Todo imperio necesita un fundador, y ese podría ser Minoru Kunigami, un cocinero que cautivó con su propuesta de pescados y mariscos a una población acostumbrada al pollo y la carne”, se lee en el libro “Nikkei es Perú”, de Josefi na Barrón y Mitsuharu ‘Micha’ Tsumura. “Aunque muchos no lo sepan, fue él quien empezó a introducir elementos japoneses —ingredientes y técnicas— en los platillos peruanos, haciendo creaciones ya entonces audaces. De tal manera que si queremos hablar de un padre de la cocina nikkei, Kunigami, al frente de La Buena Muerte, sería el más adecuado para llevarse el título”, dice Francisco Miyagi, presidente de la Asociación Gastronómica Nikkei y responsable de la feria Goshiso.
¿Quién era Minoru Kunigami? Un tipo inquieto y trabajador, un creador lleno de recursos, un entregado padre de familia, un artista. Estas líneas buscan honrar su memoria.
LA LLEGADA DESDE ORIENTE
No se sabe con certeza en qué barco llegaron Tōta y Mtashi, padres de Minoru. Ni en qué año, pues si bien el Sakura Maru encalló ya en abril de 1899, los primeros inmigrantes venían más de la “Isla Grande” que de Okinawa; pero supongamos que fue entre 1906 y 1908. Tampoco se tiene mucha idea de cómo terminaron trabajando en Madre de Dios ni haciendo exactamente qué, pero Julio Kunigami, su nieto, recuerda que a los abuelos les pagaban con pepitas de oro. En algún momento se acabó el contrato laboral y fue entonces que los Kunigami vinieron a buscarse la vida a la costa… a pie. Minoru le contaba a quien quisiera escucharlo que había nacido en la hacienda Esquivel de Chancay en 1918.
Como solía suceder, para completar su formación hacia los 12 años lo enviaron de vuelta a un país del que nunca había salido, y regresó a los 19, comprometido con Kiyo. Para entonces su padre tenía una bodega en una esquina del jirón Ica, cerca de Monserrat, que sobrevivió a los saqueos durante la guerra gracias a que Minoru había electrifi cado la puerta. Lo que no aguantó fue el terremoto de 1940.
La familia se mudó a La Victoria, y fue cuando un tío le traspasó a Minoru su restaurante criollo. Es decir, su periplo gastronómico empezó realmente mucho antes de La Buena Muerte en una esquina del jirón Francia. Kunigami no tenía aún 23 años ni la menor idea de cómo freír un huevo, pero curioseando, con mucho esfuerzo y la ayuda de amigos y vecinos, sacó el negocio adelante. Hoy Julio, de 74 años, enfatiza y prolonga la gratitud de su padre hacia esas personas.
Pasaron los años, llegaron los 14 hijos, y la familia volvió a los Barrios Altos. Minoru tomó la esquina de Paruro y Áncash, mudó a los suyos al segundo piso, y en los bajos abrió una bodega con fondo de cantina. Ahí nació la cocina nikkei.
LA MEJOR VIDASeguro tendría defectos como todo el mundo, pero quienes conocieron a Minoru Kunigami lo recuerdan sobre todo como un tipo muy laborioso, honesto, amiguero e ingenioso. Era medio inventor, zapatero autodidacta, alguien que le cortaba el pelo a sus hijos. Un hombre menudo pero recio. De hecho, llegó a ser campeón continental de sumo.
El patiecito interior de la tienda era un buen lugar para charlar y tomarse una cerveza. Llegaban militares, deportistas, funcionarios a quienes Minoru engreía primero con cachō, un atún seco y ahumado; y luego con choritos, sudados de sabores distintos, manjares con pasta kamaboko y algo sorprendente: un platillo como el cebiche de toda la vida, pero fresco. Eran mediados de los cincuenta. La chinganita se llamaba El Oeste sencillamente porque se entraba por unas puertas batientes, tipo los saloons de las películas. Luego le pusieron La Nueva Ola, pero los comensales, que se multiplicaban, obligaron a ampliar el restaurante y cerrar la bodega, y lo rebautizaron como La Buena Muerte, por hallarse frente a la iglesia de ese nombre. La voz del pueblo es la voz de Dios.
Padre, madre, siete muchachos y siete chicas se dividían el trabajo, que comenzaba antes de amanecer, cuando Minoru se iba al terminal a buscar lo más fresco que se pudiera hallar, de preferencia bonitos y tramboyos, y cangrejos cuando no podía sacarlos él mismo. Todos limpiaban, lavaban, pelaban, picaban, pero era el patriarca el que decidía cuán picante o experimental debía ser cada creación que saliera de su cocina. Además de cebiches, tiraditos, sopas y saltados con evidentes toques orientales, así surgió, por ejemplo, su clásico tamal de pescado. La gente —famosos y anónimos, pobres y ricos— hacía fi la en la calle, todos los días. Minoru siempre quiso cobrar lo justo, y no permitía que se tirara la comida: lo que sobraba, los chicos se lo entregaban a los mendigos del barrio. Al caer la tarde, sobre todo los fines de semana, la cosa terminaba en jarana. Minoru acompañaba los valses y las polcas pulsando un shamisen, esa especie de guitarra japonesa de tres cuerdas que, por supuesto, él mismo se fabricaba.
El negocio pasó también por momentos difíciles como cuando el cólera y el nefasto primer gobierno de García. A mediados de los ochenta también murió Kiyo, su compañera de siempre, y Minoru se eclipsó. En 1993 abrieron la sucursal de Santa Catalina, y el local original se tuvo que mudar unos metros, a la cuadra cuatro de Paruro. La esencia es la misma.
Luego de una vida ardua y feliz, Minoru Kunigami murió a los 86 años, consciente de su legado. No era solo una parte de la fusión; es decir, no fue él el japonés que se vinculó a lo peruano. Él mismo era la mezcla, encarnaba la amalgama cultural. Por eso la cocina nikkei nació siendo criolla.