Hace 15 meses, el fracasado autogolpe de Estado de Pedro Castillo hizo que, por primera vez en 201 años de independencia, una mujer llegara a la Presidencia de la República por sucesión constitucional. Sin embargo, aún no se percibe ningún cambio relevante en la participación femenina en la política. Por el contrario, se oye a muchas mujeres decir “Dina no me representa”, “no cumple el rol de una mujer líder”, entre otros comentarios. Peor todavía, sus detractores más recalcitrantes han acuñado dos frases lapidarias para su gobierno: “Dina asesina” y “esta democracia ya no es democracia”, como consecuencia de las lamentables muertes por la represión de las protestas que inauguraron su régimen.
Todas las encuestas coinciden en mostrar un bajísimo nivel de aceptación de la gestión gubernamental de Dina Ercilia Boluarte Zegarra. Y, si bien es cierto que la presidenta no muestra el liderazgo requerido para esa gran responsabilidad, tampoco se puede desconocer que, después de un inicio gubernamental turbulento y luctuoso –que aún debe ser aclarado a nivel judicial–, tuvo adicionalmente que enfrentar problemas climáticos como el ciclón Yaku, el problema de la creciente violencia criminal y una recesión económica, por causas propias y ajenas, no vista en los últimos 20 años. A esto se añade la impericia para escoger a algunos de sus ministros y errores muy elementales en su discurso político, como el declararse la “madre del Perú”. Boluarte parece no entender que una presidenta es, ante todo, la primera servidora pública de la nación y no una “dictadora benevolente” que hace favores o castiga a una ciudadanía sometida a sus designios. A estas alturas de su gobierno, se puede decir que el Perú, dentro de su normalizada crisis política, vive en una “calma chicha”, un equilibrio inestable, que permite a la gente seguir viviendo, con las dificultades del caso, pero seguir su vida, finalmente. Podríamos preguntarnos entonces, ¿por qué calificamos tan mal a Dina Boluarte? ¿No es el hartazgo sobre la clase política y el quehacer de los políticos, en general? ¿No será que esperamos que la presidente tome actitudes según los estereotipos de liderazgo más masculinos que se le atribuyen a los jefes del Estado y, en general, a cualquier líder? ¿Qué se espera de una mujer en la conducción de nuestro país, una actitud de mando más autoritaria y vertical o una actitud más dialogante y horizontal? ¿En qué espectro del liderazgo debería ubicarse la primera mujer presidenta del Perú? ¿No será que infravaloramos su gestión solo porque es mujer? Preguntas pertinentes al acercarnos al Día Internacional de la Mujer.
En el Perú, el derecho a elegir y ser elegidas es un fenómeno relativamente nuevo, se logró durante el régimen militar de Manuel Odría, en 1955, y solo para las mujeres mayores de edad y alfabetizadas. Fueron nueve mujeres pioneras elegidas al Parlamento en 1956 (una senadora y ocho diputadas), pero la representación femenina en el Congreso recién comenzó a ser cercana al 30%, después de la implementación de la ley de cuotas en las listas parlamentarias del 2000. Más recientemente, en el 2020, con la Ley de Paridad y Alternancia, se amplió la cuota femenina a 50% de las listas de manera alternada. Pero ninguna ley, por más perfecta que sea, va a cambiar la disminuida participación de la mujer en política activa. Esto solo será posible cuando se cambie el patrón cultural en la estructura patriarcal de nuestra sociedad. Los resultados están a la vista: en las últimas elecciones subnacionales del 2022, solo se eligió a una gobernadora (Moquegua) entre las 24 regiones del país y, por la obligación de paridad y alternancia, se eligieron 23 vicegobernadoras, pero sin un claro rol en la gestión de las regiones, salvo el de reemplazar al gobernador electo; de hecho, ya existe un caso el año pasado. Ahora tenemos dos gobernadoras sobre 24. En el caso de alcaldías, a nivel provincial se eligieron ocho alcaldesas (de 195) y, en el nivel distrital, 94 (de 1.845) en todo el país. En un foro reciente organizado por PNUD en el que participé, el reclamo generalizado era el acoso político permanente, algunas veces con amenazas de violencia y de exclusión, al que se enfrentaban estas líderes solo por ser mujeres.
Hay temas subyacentes, más allá de las cuotas y la paridad, que se deben trabajar: desde la organización y liderazgos de los partidos políticos, hasta el flagrante acoso político hacia las mujeres; pasando por la desequilibrada carga en el hogar, los roles de cuidado en la familia y otros estereotipos limitantes. Las mujeres todavía competimos en desigualdad de condiciones, no solo en política, sino en muchos ámbitos, pero debemos trabajar para poder representar cabalmente a la mitad de la población del Perú.