La última vez que fui al penal de Castro Castro, descubrí a un cantante de boleros.
Yo iba con dos escritores y amigos, Alejandro Neyra y Leonardo Caparrós, a entregar un premio literario para internos de los penales del Perú. A algunos de nuestros premiados, claro, no los dejaban salir.
En Castro Castro, los presos del pabellón 5B fueron increíblemente acogedores con nosotros. Para recibirnos, ensayaron obras de teatro y algunas canciones en karaoke, como en los juegos florales de un colegio. Para el fin de fiesta, apareció en escena el maestro F., un señor de aspecto serio y como 60 años. Y se arrancó con una de Manzanero. Creo que fue “Contigo aprendí”.
El maestro F. cantaba con tanta emoción y tanta fuerza que se te humedecían los ojos por muy duro que fueras. Así que ahí estábamos, los internos del pabellón 5B y sus visitas, cantando y llorando, como ante una telenovela.
El arte tiene ese efecto. Une en la emoción. Funde a personas muy diferentes en un abrazo, una comunión.
Comencé a visitar la cárceles en los años 90. En esa época, trabajaba en la Defensoría del Pueblo, una institución que ayudaba al padre Hubert Lanssiers a estudiar los casos de inocentes presos por terrorismo para su posible indulto. A veces, me tocaba acompañar al padre en sus visitas.
Lanssiers no era fácil de clasificar. Los policías lo encontraban demasiado amable con el terrorismo. Los presos, demasiado cura. Pero cuando había una crisis –un registro, un motín, un muerto en un pabellón–, siempre terminaban todos por llamarlo. En un mundo donde nadie se escuchaba, era el único que podía mediar para evitar una batalla.
De hecho, ese sacerdote capaz de conversar con mandos senderistas había sido designado personalmente por Alberto Fujimori. Fujimori confiaba plenamente en él para gestionar un tema incómodo, que podía minar su discurso de mano dura contra la subversión.
Quizá Lanssiers fuese la única persona capaz de conversar con los extremos políticos de este país. La única que no veía buenos o malos en la lucha política, sino seres humanos que debían vivir, incluso convivir, en dignidad. Tras su muerte, hace 15 años, hubo que transportar el ataúd a tres cárceles. Tanto presos como policías reclamaban despedirse de él.
En memoria de Lanssiers, la asociación Dignidad Humana y Solidaridad fomenta espacios de comunicación entre los presos y el mundo exterior. Y el más importante de ellos es la creatividad. Cuando leemos el cuento de un interno o interna, cuando contemplamos su escultura o admiramos su pintura, no pensamos en todo lo que nos separa de esa persona. Solo nos unimos a ella en el territorio de la belleza y la imaginación.
Este año, tras el parón obligado por la pandemia, vuelve a tener un lugar físico la exposición “Arte y Esperanza”, que Lanssiers inauguró hace exactamente un cuarto de siglo. Bajo el título “El sueño que nunca termina”, la exposición selecciona trabajos de penales de todo el país en cerámica de alta temperatura, tallas en madera y asta, forjas en metal, joyería, pinturas en óleo y acuarela. Estará en el ICPNA Miraflores durante la segunda quincena de diciembre, y en la galería virtual: www.arteyesperanza.org.
Vivimos en un país que no se habla. Sus partes solo se dirigen la palabra para intentar destruirse. Hemos interiorizado que nunca nos pondremos de acuerdo con un grupo importante de la población, así que la única opción es cancelarlo o silenciarlo. Pero Hubert Lanssiers soñó con una sociedad que escuchase a todos, incluso a los que cometen actos terribles, porque solo así sería capaz de entenderse a sí misma. Que este año, el de sus bodas de plata, la exposición sirva para mantener vivo ese sueño.
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